jueves, 11 de septiembre de 2008

Por qué no te llamas Charlotte


Ahora eres pequeña y tal vez no lo entiendas, mi amor.
Pero sé que lo que se le cuenta a los niños les queda grabado en el alma, no en la memoria. Y esto es algo que tu alma tiene que entender, para que no creas lo que escuches por ahí, y para que no te sientas mal por haber elegido ese seudónimo para competir en el concurso de poesía. Porque con ese nombre jamás podrás ganar.
Todo empezó con un enorme cansancio. Los tatarabuelos estaban cansados de ser esclavos en el paraíso. Sus tierras eran colinas siempre verdes, llenas de flores fragantes en primavera, rodeadas de playas doradas y castillos majestuosos. Hacían música y poesías para concursar en el Eistedfod, igual que hacemos ahora, con rituales floridos, y bebían mead cuando se enamoraban. Pero eran pobres y perseguidos. Los ingleses los trataban como esclavos, y les prohibían usar su propia lengua. A su tierra le habían puesto el nombre de Wallas, que significaba “Extranjero”, de donde salió el nombre de Wales, o Gales, como se dice aquí en la Patagonia. Pero ellos a si mismo no le llamaban así, por supuesto, sino Cymru.
Empezaron a darse cuenta de que la única manera de poder tener su propia patria era fundándola en otro lado. Así, en 1865, 152 galeses de distintos pueblos zarparon de Liverpool en un barquito de velas blancas llamado, mirá que lindo, Mimosa, que es el nombre de una flor perfumada.
Los que se quedaron, estaban ansiosos por recibir noticias de los que iban llegando…¿Era todo tan bueno en la Patagonia, como contaban? ¿Se podía hacer una vida mejor? En la plaza del mercado de Pwhelli se comentaba que los recién llegados eran muy bienvenidos, que el gobierno argentino les daban cada tres personas 100 acres de tierra, 10 vacas, 5 caballos, 20 ovejas, herramientas de labranza, semillas y trigo suficiente para aguantar hasta la cosecha. Se decía que a los primeros colonos los indígenas les daban carne a cambio de pan con manteca, que para ellos era un bocado exótico como para los galeses pobres lo era la carne.
Entusiasmado por tanta buena nueva, el abuelo Harold comenzó a hablar cada vez más seguido de vender la zapatería y sus herramientas y largarse en el próximo tea clipper hacia ese mundo nuevo y sin ingleses. Lo mejor de todo es que no habría un solo ingles diez mil millas a la redonda, y eso solo bastaba para respirar felicidad. Pero la abuela Charlotte estaba cada día más asustada. Sabes, niña, como somos las mujeres: tenemos un sexto sentido que nos advierte el peligro. Aquí no hacia falta ser mujer para saber que todo era demasiado riesgoso. Y a ella algo le olía muy mal. Las noticias oficiales eran demasiado buenas para ser ciertas, y había escuchado que los recién llagados habían caminado millas para encontrar un río de aguas dulces, y aún así la primera cosecha fue desastrosa. Los colonos eran maestros, herreros, libreros, sastres, gente de ciudad. No sabían nada de agricultura. Sembraron las semillas en la arena, agotaron sus víveres. Muchos murieron de frío, fiebre y hambre. Pidieron ayuda al gobernador británico de las Malvinas y un buque socorrió sólo a algunos, porque no entraban todos. El resto se hartó de sufrir, y volvieron al golfo a esperar que algún barco los sacara de allí. Vivieron como Robinson Crusoe, en cuevas excavadas en los acantilados, durante tres meses hasta que llegaron víveres y herramientas para labrar la tierra en un barco cargado de colonos deseosos de quedarse, porque las noticias que venían de Cymru eran espantosas: otra vez los ingleses habían aumentado los impuestos a los galeses.
Charlotte sabía que la esposa del médico Henry Walsh ni siquiera pudo esperar la ayuda. No resistió el frío y la intemperie y murió de neumonía en sus brazos. Todos estaban tan débiles que apenas pudieron cavar la tierra con las manos y enterrar a Dorothy frente a las cuevas. Todavía se ve la lápida de piedra con la cruz celta, que algún alma tan previsora como pesimista había traído en el barco desde Cardiff. Walsh quedó loco de dolor y nadie quiso atenderse con él. Poco después se cayó de un acantilado, aunque muchos creen que se arrojó. Ella le advirtió todo esto a Harold, su marido, pero él ni la escuchó. El solo escuchaba las buenas noticias.
Una mañana Harold leyó en el periódico lo que necesitaba para acabar de decidirse: la calidad de trigo de los galeses de la Patagonia había ganado un premio en la Feria de París.
“Vamos a Madryn del Sur” , le dijo, cerrando el periódico de un golpe. Charlotte se quedó helada. ¿Cómo creer lo que leía, si lo que todo el mundo decía en el mercado era tan lúgubre? “Son sólo chismorreos baratos de los envidiosos que no se animan a comenzar una nueva vida” le dijo Harold, “La envidia es el pasatiempo de los cobardes”.
No hubo modo de convencer a Harold de que toda la propaganda de Jones eran patrañas, de que en verdad el gobierno argentino no les regalaba nada. Ella sabía que los comentarios maravillados de Fitz Roy y Darwin provenían de boca de naturalistas de paso, turistas entusiastas, no de quienes se quedaban a vivir en esas costas. Además, ¿cómo les iban a regalar tierras si esas tierras ya tenían dueño, porque estaban pobladas de aborígenes muy decididos a preservar sus territorios?
“ Si no pruebo suerte ahora, me arrepentiré toda la vida, Charlotte” dijo Harold. “Aún soy joven y tengo fuerzas, y no quiero morir remendando zapatos para los ingleses. ¿Quieres que luego me pisen con las suelas que yo mismo he cosido?”
Comprenderás que en esos tiempos una mujer no se oponía a la decisión del marido. Cuando te casabas decías “te seguiré adonde vayas en las buenas y en las malas”, y en el mercado las escuchabas decir “nos vamos a Sudamérica“, fingiendo estar entusiasmadas, aunque con terror en los ojos. Los que se decidían a partir eran mirados con una mezcla de admiración y envidia. Se les desalentaba sistemáticamente “¿ No tienen miedo? ¿Y los niños? Ahí no hay hospitales, ni trenes, ni tiendas y el clima es espantoso “
Harold ya no quería hablar del asunto. Vendió todo, cargó con lo que pudo, y subió al barco con Charlotte y sui pequeña hija de tres meses, tu abuela Carol.
Dicen que Charlotte lloró tanto que empapó las ropas al empacar. Cuando abrieron los baúles y las vieron mojadas por una tormenta del mar, ella decía “No es agua de mar, es lo mucho que lloré al guardar todo”. Durante los dos meses de travesía trató de ser optimista, pero no le salió bien. Pensaba que una buena esposa debe ser valiente y mirar hacia delante, pero ella sólo pensaba en ir hacia atrás. Su madre misma, en el puerto de Liverpool, la había despedido con un corto y seco abrazo La empujó al puente del barco y le dijo “Sigue a tu esposo y sé feliz. Aquí ya no hay patria”.
Charlotte intentó consolarse pensando que los antepasados druidas se habían pasado la vida despidiéndose y buscando tierras mejores. Pero no tenía buenos presentimientos. El viaje fue agotador, y las olas golpeaban la quilla como queriendo detener al barco antes de que fuera demasiado tarde. No pudo dormir ni una noche entera . Sólo deseaba que el capitán equivocara el rumbo y atracara en Irlanda, o en un mar de sargazos sin viento, que los obligara a volver a Liverpool antes de morir de hambre. Cruzar el océano, qué locura, ni que fueran Cristóbal Colón.
Las otras mujeres notaron su desánimo y la fueron aislando. Cuchicheaban a sus espaldas y se reían cuando ella pasaba cerca. A los pocos días ya nadie le hablaba. Hay que comprenderlas, lo último que necesitaban era alguien que dudara del éxito de la travesía. Ella intentó entretenerse con los niños, que se divertían descubriendo formas en las constelaciones o haciendo rodar ovillos de lana por la cubierta, inconscientes de la aventura a la que se los estaba exponiendo. A Charlotte no le preocupaba el rechazo de esas mujeres que se la pasaban bordando, fantaseando con que cosecharían las papas más gigantes del mundo e intercambiando recetas de chutneys de durazno, mientras viajaban a una tierra sin duraznos, qué ridículas. Lo más deprimente era escucharlas hablando de qué lindos vestidos venden en tiendas de Cardiff que jamás en la vida volverían a pisar. ¿No se daban cuenta de lo que estaba sucediendo?
Luego de dos meses de ver solo horizonte azul, una mañana el hijo de Glenda Barrett despertó a todos diciendo que escuchaba cantos de sirenas, y que se estrellarían en las rocas si no frenaban. Todos pensaron que había robado whisky del tonel y que ya estaba borracho. Pero todos escucharon a las sirenas .Un canto gutural y profundo que hacia eco en todas partes . Se levantaron , se asomaron por la borda y vieron a unos monstruos gigantes que saltaban en el mar haciendo que el barco se sacudiera con el oleaje. Eran ballenas.Y detrás de ellas, la tierra. Llenos de jolgorio, todos aprestaron su equipaje y prepararon los botes. “¡Mira qué vacas enormes! ¡Aquí sí que se come bien!” gritó Harry Hopkins, señalando las aletas gigantes. Todos reían. Menos de Charlotte, que se quedó dura al ver la tierra.
Sí , claro, tierra a la vista. Sólo tierra. Sólo eso.
Una franja de tierra seca, color gris amarronado. Ni una brizna de pasto, ni un solo árbol. Un desierto total.
A Charlotte se le aflojaron las rodillas, y se aferró al cuerpo de su beba como para no caerse. El barco se acercó a la costa. Era una mañana de sol, y sus rayos se reflejaban en el agua como hojas doradas. Era lo único que había para ver, el reflejo del sol en el mar. En la tierra, no había nada. Cuanto más se acercaba el barco, menos había para ver. Una playa de piedras, unos acantilados que parecían ruinas de pirámides antiguas, limadas por el viento. Y más tierra gris. Hasta un idiota podía darse cuenta de que allí no había manera de hacer crecer una hierba, ni de criar una sola cabra. Supo que los peores rumores que había escuchado en el mercado eran ciertos, y que las maravillas que contaba el periódico eran mentiras. “Vaya a saber quien hace dinero trayendo hasta aquí a un barco lleno de idiotas”, pensó. Se le llenaron los ojos de lágrimas y se mordió el labio inferior para no llorar delante de todos. Los pasajeros, se agolparon frente al puente para bajar a los botes, eufóricos, cantando a coro Hen Wlad fy Nhadau . A Charlotte le pareció que estaban bastardeando todo el sentido del himno. “La tierra de mis padres” , ja…¡ la tierra del demonio!
Odió las risotadas de Harold, que festejaba las bromas de los otros. “ Hey, Harold, aquí no hay caminos, hay solo piedras, ¡tendrás mucho trabajo reparando zapatos!”, le decían . “¡Entonces me haré rico!”, respondía él .
Charlotte le dio la espalda a ese horizonte gris, y fue a sentarse en la bodega inferior. Se quedó en un rincón oscuro, a amamantar a su beba. Deseó con toda su alma que se olvidaran de ella, que Harold bajara con todos y se quedara ahí remendando zapatos, y que el clipper volviera a casa cuanto antes.
No supo cuánto tiempo paso allí. Tal vez el canto de las ballenas y el balanceo del barco la ayudaron a dormirse para mitigar tanto dolor.
De pronto alguien la sacudió por el hombro, y le dijo “Señora Brown, debe desembarcar”.
Ella levantó los ojos y dijo con voz firme: “No bajaré”.
“Es que ya hemos llegado y están todos abajo. El barco ya debe zarpar”, dijo el marino.
“No bajo. Vuelvo a Cymru en esta nave”, repitió ella.
El marino suspiró y se marchó, contrariado.
Al raro regresó con Murray, el dentista, quien la miró con desconcierto, como si estuviera loca. Ella volvió a decir que no bajaba.
“¿Por qué?” , preguntó Murray.
“ Porque aquí no hay nada. Quiero volver a casa. Todo lo que dijeron son mentiras”.
Murray llamó a Jones y a Graham, y ambos le dijeron “Harold ya está en el bote, esperándola” “Que se vaya. Yo no bajo” , repitió firme. Llamaron a Harold, que primero fue amable, luego la sacudió, la llenó de ruegos, de promesas y de amenazas. Fue todo en vano, ella estaba decidida a quedarse en el barco:
“Yo vuelvo a casa”
“¡Mujer, ya no tenemos casa, hemos vendido todo!”
“Viviré en la calle, no en este desierto”
“Pero no nos quedaremos aquí. Iremos a Rawson” ,
“Esto es horrible por donde lo mires” , dijo ella.
Luego vino la familia Lewis para convencerla. Luego el capitán, los Jones; los Greys …y nada. Charlotte no se movía. Finalmente, Harold la arrastró por los hombros, ya harto de pasar semejante bochorno delante de todo el pueblo. . La llevó a la cubierta cogiendola fuertemente de los brazos .
“Subo a despedirte, pero me quedo aquí” , le dijo ella .
El perdió la paciencia y le dio un puñetazo a los maderos de la pared: “¡Maldición, Charlotte!¡ Sube, ya!¡ La gente está esperándote!”.
El saltó al bote y le extendió el brazo para ayudarla a saltar .
Ella no se movía.
Entonces las mujeres del bote se cruzaron miradas, y hicieron un gesto que ella no entendió.
Rachel Lewis avanzó, saltó nuevamente al barco con la Grey, y con un movimiento brusco le arrancó a la beba de los brazos a Charlotte.
“¡ NO!” gritó Charlotte .
“ Tu hija se queda aquí …¿ Volverás a Cymru sin ella?”, le dijo Rachel.
“ Deja de hacer el ridículo y baja de una vez” , le dijo la señora Jones.
“ No bajo…¡ Devuélvanme a mi hija!”, gritó ella,
“ Si quieres, vete. Pero tu hija se queda conmigo”, le dijo Harold.
Rachel le pasó la bebé a la esposa de Dickinson y ella a una muchacha desconocida, que la envolvió en su capa y saltó al siguiente bote de la fila, el primero de todos. Y ese bote soltó amarras…
Charlotte intentó ver la cabecita rubia de su beba bajo la capa negra, en vano. Era una mancha negra perdiéndose en una densa bruma anaranjada bajo el último sol del atardecer. Su hija desaparecía rumbo al fin del mundo.
“ Nooooo! “gritó Charlotte. Se aferró a la barandilla del barco, pero alguien la tomó de la cintura y otro la empujó con fuerza al último bote. Una vez adentro dejó de luchar. Sólo pensaba en su bebé.
Como una larga fila de inmensos insectos negros, los botes se acercaron a la costa, cautelosos. Las ballenas ya no cantaban. Había un enorme silencio, y sólo se escuchaba el golpe de los remos en el agua. Demasiada quietud. Hasta podían venir indios a atacarlos, no sería la primera vez .
De pronto se sintió el golpe de la quilla en la arena.
Charlotte bajó con dificultades, y sin que nadie le tendiera una mano, luchando con sus faldas largas. Hundió su zapato en agua helada, y trató de acercarse a tierra para buscar a su bebé. Un golpe de viento polvoriento la cegó, y no pudo ver a la chica de la capa negra. Esperó sentir el llanto de su niña, pero nada .
Apenas había dado un paso en la playa helada, cuando se sintió rodeada. Todo fue muy rápido. Sintió que la tomaban de los brazos y de los pelos. La primer bofetada la sorprendió. ¿Quién se atrevía a pegarle? La segunda le ardió como fuego. La tercera la indignó. La cuarta. la quinta y la sexta le cayeron como una lluvia granizos, manos pesadas , hasta que sintió la voz de Rachel Lewis , de la Jones, la Dickinson, la Bates, la Graham y otras que le gritaban : “¿ Qué te has creído?“ “¡Caprichosa!” , “¡Nos averguenzas y averguenzas a tu marido!” “ ¡ Insolente!”, “ ¡Grosera!”, “ ¡A ver si te enteras adónde has llegado!”.” ¡Esto no es Cardiff, mocosa!”
Solo cuando cayó al piso dejaron de pegarle La dejaron allí, llorando sola.
Estuvo ahí, sin fuerzas sollozando dolorida, hasta que vio que el barco se alejaba sin ella. No tuvo más remedio que seguir al grupo, para no quedar sola en la playa helada.
Caminaron por un buen rato, arrastrando sus cosas en carros muy simples.
Escuchó a Carol llorar a lo lejos y gritó “¡Devuélvanme a mi bebe!” .
Nadie le respondió.
“¡Devuélvanme a mi bebé!”, gritó con más fuerza.
Cinco mujeres se abalanzaron sobre ella y la amenazaron con el puño en alto, “ Te callás o recibirás otra paliza”.
”Mi bebe, mi bebé”, gimoteaba Charlotte … y era como si la pequeña Carol la escuchara, porque aunque la llevaban más y más lejos, cada vez lloraba más fuerte .
El carruaje que tenía que recogerlos y llevarlos a Rawson se demoró horas.
Estaban todos tan cansados , ya hartos de soportar los llantos de madre e hija, que Harold arrancó a la beba de brazos de Rachel Lewis y se la lanzó a la cara a Charlotte, diciendo “Que más da, si el barco ya partió…¡Cállense las dos de una vez!”
Y Charlotte se calló durante años, en los que Harold recibió más disgustos que acres.


Harold dejó de reparar zapatos y tuvo que aprender al labrar la tierra. Se hizo amigos de los indígenas, que le ayudaron a salir adelante, trayéndole frutas amargas que sacaban el hambre y carne salvaje, que guisada se podía masticar. La vida era dura, pero lo mejor era que no había ingleses a la vista. Era lo único cierto de los relatos que llegaban a Cymru. Por lo demás, había que pasar horas rogando a Dios que salve las cosechas, que a veces eran estupendas y otras veces, atroces. Pero todo druida conoce los avatares del clima. Quienes pudieron mover toneladas de piedra para construir Stonehenge para favorecer cosechas, también pueden arar el campo con sus manos y resistir heladas y sequías. Al menos el ganado crecía gordo como ballenas, los quesos eran buenos y las mermeladas de los buenos veranos los salvaban del hambre invernal.
Charlotte tuvo otros seis hijos con él: el tío William , el tío Albert, la tía Nancy ,el tío Morris, la tía Elizabeth y el tío Esteban. Creo que tuvo tantos chicos porque no tenía ninguna amiga y el abuelo Harold casi no le hablaba, porque tenía miedo que ella le preguntara cuando regresarían a Cymru. Sus hijos fueron sus únicos amigos.
El abuelo se hacía amigo de los nuevos colonos que iban llegando, y la tierra gris se llenaba de locos que decían “ Este es el mejor lugar del mundo..¡no hay ingleses!”.A veces Harold ni siquiera volvía a casa tomar el té, pues prefería quedarse con amigos entusiastas, a estar con su esposa callada y deprimida, porque él siempre llegaba muy tarde oliendo a alcohol. Su tierra no rendía nada, y vivieron de la caridad de los vecinos, hasta que alguien le recomendó que contratara a Matthews, un joven listo de la Mimosa que ya había aprendido mucho de los indios, y además sabía hacer canales para desviar las aguas del Chupat. De él se comentaba que había ayudado a hacer un canal de 28 kilómetros de largo, 6 metros de ancho y 1,5 metros de profundidad en el centro. Era una maravilla que había convertido el desierto en un vergel.. El abuelo lo contrató para que hiciera un sistema de canalización con el que esperaba sacarle trigo a las piedras.
Matthews era apuesto, fuerte y tan callado y ensimismado como Charlotte. También se decía que había sido uno de los encargados de vengar la muerte de Aaron Jenkins, luego de que fuera asesinado por un mestizo sin que Lewis, el marido de Rachel, que estaba a cargo del orden del pueblo, hiciera nada para esclarecer el caso o buscar a los culpables. Tal vez habían sido sobornados por los criminales. O tal vez Lewis había pagado a los asesinos porque no simpatizaba con el bueno de Jenkins.
Matthews era tan valiente como abnegado. Trabajaba de sol a sol en los campos de los Brown. A Charlotte le daba pena verlo sudar en los días sofocantes de verano, esos que parecen reservar todas las brisas para que te congelen después en invierno.
Un día le ofreció un té y un trozo de torta. El apoyó el plato en un tronco y se limitó a gruñir un cortés “Diolch yn farwr”. Menos mal, no es mudo, sabe decir gracias además de “Bore da” cuando llega y “ Hwyl” al partir, pensó Charlotte . A los pocos días llovió tanto, que lo invitó a compartir el té con ella en la cocina. Y curiosamente, se rompió el silencio. Empezaron a hablar de que los colonos habían encontrado el lugar perfecto para cumplir el ideal de encontrar un país deshabitado que no estuviera bajo ningún gobierno propio. “Es que el gobierno de este país no existe, son todos aristócratas que compiten en fama y demagogia…Como los ingleses…”, coincidieron. Recordaron que los colonos que habían probado suerte en las costas de Estados Unidos también acabaron en la Patagonia, espantados de ver que en Maine los niños olvidaban hablar Cymraeg y comenzaban a hablar el idioma del enemigo. Tampoco habían tenido suerte los que fueron a Brasil, donde los trataban como esclavos igual que en Gales. La idea de llegar a un territorio vacío para no desaparecer absorbidos por otros pueblos vecinos, había sido finalmente lograda.
“Esto no es tan desierto” dijo Matthews.” Hace dos semanas me crucé con diez nativos a diez millas de aquí”. “¿Es cierto eso? ¿Quiénes eran?”, preguntó Charlotte, sorprendida. “ Diez guanacos”, dijo Matthews. Charlotte estalló en carcajadas. Supo que hacía meses, tal vez años, que no reía. Si no era por las gracias de los niños, que inventaban nuevas palabras mezclando el español con el gaélico, no reía jamás.
Matthews ,como ella, se animaba a reconocer que añoraba las playas de Llandudno, el castillo de Bangor, las avenidas de Cardiff, las cumbres de Snowdonia y los jardines de Pwhelli … “Pero alli no hay futuro para los galesos, mientras aquí… quién sabe” dijo él. Y ella sintió que por primera vez creía en esas palabras. De la boca de él parecían verdad, no otra quimera más. Matthews no era un iluso. Era un hombre capaz de sacarle ciruelas al gris de la tierra. Por lo pronto esa tarde le sacó un color carmesí a las pálidas mejillas de Charlotte, cuando rozó su mano para tomar la tetera y decirle “Déjame, yo la llenaré” . Por primera vez en su vida, Charlotte sintió que un hombre se ocupaba de atenderla. El ya casi no parecía europeo. Tenía brazos musculosos y morenos como los de un tehuelche .En ese momento el tío Esteban, que era un nene, cruzó corriendo la cocina y tío Albert , por tratar de alcanzarlo, se chocó con la pierna de Matthews. En vez de enojarse con los chicos por irrumpir, como lo hacía Harold, Matthews rió y les acarició los cabellos rubios con su mano curtida. Ella se emocionó con ese gesto de ternura, tan raro en un hombre. Cuando él se acercó y le sirvió el té muy cuidadosamente en su taza de porcelana, tuvo que mirar para abajo para disimular el montón de sensaciones turbadoras que él le causaba.
Fijó su mirada en el paisaje de la taza. Era un prado celeste, con arbustos azules, casi tan azules como la mirada de él, y algunos árboles al costado que extendían sus ramas como manos tocando el cielo. Si, tal vez gracias a los canales, en ese desierto crecería un prado como el dibujo de la taza. Ella ya había sido empujada a una loca aventura en contra de su voluntad, y había obedecido ciegamente a su marido. ¿Por qué no lanzarse ahora a una aventura propia? Mientras pensaba esto, casi como adivinándole el pensamiento, Matthews le dijo: “Croeso i Patagonia” , y alzó su fragante taza como en un brindis . ¿Bienvenida a la Patagonia? Nadie antes se lo había dicho.
Compartieron juntos cada té, al fin de cada jornada, día tras día. Las conversaciones se hacían más largas y las risas eran tan fuertes que hasta los niños se sorprendían…¡ Increíble, mamá se ríe!
Harold nunca los vio juntos. Cada vez llegaba más tarde a casa.
Ella no lo hizo por impulso, querida mía, no.
Antes, lo meditó largamente.
Los niños mayores ya estaban crecidos, pronto harían su propia vida, Ella aún no había tenido una vida propia. Matt le dijo que ya era hora de hablarlo con Harold, y ella comprendió que tenía razón. Esa noche nadie durmió. Fue un escándalo total. El abuelo Harold repitió lo mismo que había dicho aquel atardecer en el golfo, veinte años atrás “Si querés, andate. Pero los niños se quedan conmigo”. Ella los besó uno a uno mientras dormían. Tu abuela lo sabe porque se hizo la dormida, pero vio a su madre llorar en la oscuridad. Esta vez sí que dejó las sabanas mojadas y saladas como luego de una tormenta en altamar. Se marchó sin nada más que su ropa puesta y su tacita de porcelana, en la que se dibujaba un paisaje del futuro.
Con Matthews tuvo otros cuatro niños, que resultaron ser mucho más salvajes, osados y felices que los Brown. El abuelo Harold prohibió a toda la familia que entrara en contacto con la perversa Charlotte, que los había abandonado para seguir tras un peón. Dicen que Carol, la hija mayor, se escribía con ella en secreto, y que el hijo menor de los Peterson, el que vendía huevos puerta a puerta, era el que les llevaba los mensajes escondidos dentro de su frágil canasta Pero nadie jamás encontró una de esas cartas. Se supone que las dos las leían y las arrojaban al fuego. Una vez que mi tío Esteban creyó ver a su mamá en el pueblo y la siguió detrás, recibió tal paliza de su padre que nunca más volvió a intentarlo. Mi madre, tu abuela Elizabeth, la menor de las mujeres, prefirió creer la versión de su padre, y toda la vida me prohibió preguntar por la abuela Charlotte. Se erizaba cuando alguien la mencionaba. “Esa bruja” decía. Mi abuelo Harold vivió muchos años, la mayoría de ellos borracho, capaz de hacer rodeos de muchas millas extras con su caballo o su carro antes de pasar delante de los campos de los Matthews, tal era su resentimiento. La envidia es el pasatiempo de los cobardes, ja.
Yo intenté averiguar qué fue de ella, pero en el pueblo sólo recogí expresiones de desprecio hacia la muchacha que abandonó a sus siete hijos. Las malas lenguas dicen que murió amargada, añorando regresar a Cymru. Pero el viejo Peterson, el niño mensajero, le contó a mi madre que Charlotte un día le dijo, pícara “me gustaría volver, pero para qué, si lo mejor de Cymru lo encontré aquí”, señalando a Matthews. Por supuesto que esto mi madre lo decía para confirmar su desprecio total hacia su abuela loca. Yo siempre sospeché que no era tan mala. De hecho, ella era la única persona del pueblo que siempre dejaba flores en la tumba de Dorothy Walsh, la mujer del médico, la primer victima en esta tierra inhóspita. Ella también desviaba enormemente de su camino a casa , pero pasar siempre por el campo de los Brown, intentando ver a sus hijos, aún sabiendo que serían castigados si hablaban con ella.
Claro, preciosa, que te parecés a tu tatarabuela, y que quise darte su nombre. Pero para todo el pueblo, Charlotte no es un buen nombre. Fijate que no hay nadie que se llame así. Y yo tampoco quise ponerte esa cruz. Ya bastante sufrió tu tatarabuela. Ahora sos chiquita para entender todo esto. Pero te lo tenía que contar, para que sepas que te conviene elegir otro seudónimo para participar en este Eisteddfod. Te juro que por bien que recites o cantes, con ese nombre no vas a ganar. Pero quiero que sepas que cuando cumplas 18 años, de acuerdo a las leyes de este país, estás en todo tu derecho de cambiarte el nombre de tu tatarabuela paterna Rachel Lewis, por el de tu otra taratarabuela, la que dejó a un hombre gris por otro que hizo florecer el desierto.

2 comentarios:

minino dijo...

una historia maravillosa, enternecedora, romántica a veces, cruel otras, como la vida misma... que te hace pensar, te da ganas de leer más, y porqué no, de escribir...

ojos de caramelo dijo...

yo tambien me llamo charlotte, y me hizo sentir identificada y emocionada hasta las lagrimas. Muchas gracias por tan bellisima historia