jueves, 11 de septiembre de 2008

Nada

Nada, no pasó nada.
Viste que siempre para esta época del año me toca ir al congreso ese de farmacología en Brasil, que es siempre lo mismo. Una semana encerrada en un hotel cinco estrellas al que no podés disfrutar porque si no tenés que ir a la charla de un colega de tu empresa, tenés que ir a la de Abbott, o la de Merck , y queda mal que te tengan anotada y no asistir: Además, siempre me conviene que mi jefe sepa que fui a todas. Llegó a decirme que no entiende como hago para estar en tres conferencias al mismo tiempo. El cree que me fascina ver los workshops donde comparan los efectos placebos con la acción del Ribotril Forte. La verdad es que no veo la hora de salir con la folletería para correr a otro lugar siempre con la esperanza de que me vea tan eficiente como para cambiarme de área en la empresa. La mía es un plomo. Pero esto de los congresos se ve que lo hago tan bien que siempre me manda solo a mí. Con lo cual me cavo mi propia fosa, porque si hago esto bien, no me va a cambiar de área, me va a dejar yendo a congresos.
Una lástima, porque la gente me dice “vos siempre viajando, que suerte tenés” , y lo que hago ahí es una rutina bien tediosa . Estuve en Santiago y no conozco Chile, estuve en Atlanta y no conozco Estados Unidos. Y de Brasil, no conocí ni a la gente.
A la piscina olímpica la ves de lejos, al sauna ni entrás, se come de parado y a las apuradas, de una bandejita de telgopor comida de avión para tragar volando porque mi empresa me espera de vuelta con toda la folletería e informes que pueda llevarles, hasta de la charla más obvia. Yo eso no lo hago. Selecciono y les llevo lo mejor. Tal vez con la esperanza de que descubran que hice un trabajo extra, no es que les tiro todo sobre la mesa ç a lo bestia. Tal vez porque de la vida quisiera saber tirar lo que no sirve y guardar solo lo bueno.
Estando allá, no puedo ni salir del hotel, ni escapar cinco minutos. Por eso, yo siempre te digo que no me envidies. No fui a tomarme una caipiriña a una playa tropical… ¡fui a congelarme con aire acondicionado encendido al máximo y a tomar litros de café demasiado fuerte! Tan fuerte que en la noche del segundo día no podía pegar un ojo. Entonces bajé a tomar algo que me ayudara a conciliar el sueño. No me gusta el whisky, pero me pedí uno, porque lo demás me daba demasiada sospecha, qué sé yo qué bebidas son. Por lo menos el whisky, podrido no va a estar. El alcohol mata todo. Y allí encontré a tres colegas de empresas latinoamericanas con los que hicimos un balance de las actividades del día. Lo mismo de siempre: cada uno probando su idoneidad, y yo un poco menos, porque siendo mujer me toca admirarlos para caerles bien. A uno le caí demasiado bien, porque cambió de lkugar y pasó de su sillón frente a mí para sentarse en el sillón junto a mí. Y de golpe empezó a preguntarme como llegué aquí, a qué me dedico, cómo es mi trabajo. Empecé a observarlo sorprendida. Como mucho, tendría veinte años Después dijo que veinticinco, pero eso no me alivió Yo lo doblo en edad. Me sentí extraña. El me clavaba los ojos y se inclinaba hacia adelante para hablarme, como queriendo oler mi respiración. Pensé que tal vez era una falsa percepción mía debido al whisky. Soy una mujer prolija y agradable, pero de ninguna manera puedo pensar que puedo gustarle a un chico de veinte. Pero él no paraba de preguntarme cosas de mi vida. Me dijo que era periodista y que estaba en el congreso para cubrir el evento para un diario de la ciudad y otros medios. Al rato noté que nuestro tono de conversación era más bajo que el de los demás, y que teníamos una charla casi privada. Los otros cada tanto se levantaban anunciando que ya se iban a dormir, pero cuando veían que nosotros dos no nos levantábamos, se volvían a sentar. Sentí que todos querían irse a dormir, pero que no nos querían dejar solos. Yo tampoco tenia sueño, y aunque la situación era inquietante, eso de que un muchacho de veinte dedicara el resto de la noche a mi, no dejaba de ser halagador. Está bien que yo era la única mujer del grupo, pero había pesos pesados para entrevistar. Supuse que tanta pregunta era solo para sacarme data para su nota, aunque me parecía desubicado que en un artículo de diario describiera mis gustos literarios. Tampoco estaba borracho: solo sorbía un jugo de ananá que le duró toda la noche.
Cuando me di cuenta de que los demás giraban alrededor nuestro como lobos patrullando la situación, acechando al joven macho invasor, supe que no eran ideas mías: el muchachito me estaba seduciendo. A final, a las tres y media de la mañana, ya hartos de vigilarnos, todos se fueron a dormir, excepto dos de otro grupo que se quedaron montando guardia para observarnos. Yo no tenía apuro en irme a dormir. Me quedé mirándolo mientras hablaba. Cada tanto se lamía los labios, para humedecerlos. Me fijé que lo hacía cuando estaba por decir algo importante. Si quería remarcar algo más personal, bajaba la cabeza y me miraba fijo entre sus pestañas. Tenía un rostro completamente corriente, con rasgos comunes, pero algo en el conjunto lo hacía excepcionalmente armonioso. Tal vez sus cejas bajas y bien delineadas. O ese mentón firme que le daba una mezcla de dulzura y virilidad. Le miré las manos. Tenia las uñas comidas, como yo. Buena señal. Las personas con uñas comidas son las que siempre quieren hacer más de lo que les permite la vida. Tal vez el querría hacer algo más que contarme su carrera de periodista especializado en medicina y ciencias. Mientras él hablaba, yo imaginaba sus manos sujetándome el cuello, y la humedad de sus labios apretándose en los míos. Por el ancho de sus hombros le adivinaba un torso estrecho y lampiño, pero fibroso. Seguramente, llegado el momento, él no podría creer que una señora mayor con una carrera hecha en una empresa internacional estuviera desnuda debajo de su pelvis, enredando sus piernas en su cintura. A él le haría bien para su autoestima. A mi también. Y también le haría bien a esa absurda cama King Size de mi cuarto, que me sobraba por todos lados porque aunque duerma sola, me aprieto contra el costado izquierdo, acostumbrada de por vida a ceder la cama a un hombre.
Calculé que subiríamos juntos en el ascensor y el bajaría conmigo, para besarme a la fuerza en el pasillo desierto, me pediría la llave magnética para abrir él mi puerta, y me lanzaría a la cama sin más palabras, basta de palabras. Todo sería voraz, salvaje, urgente. Ya habría tiempo para la ternura al amanecer, donde yo lo trataría como a mi niño, a un precioso niño , como el que nunca tuve , al que hay que mimar mucho por todo el tiempo en que no nos encontramos. Al día siguiente, disimularíamos para que nadie sospeche nada. No quedaría bien que lo cuenten en el trabajo, y además, ¿para qué alimentar los chusmeríos de los gordos? Por primera vez en mi carrera yo intentaría estar bella, no sólo prolija. Me pondría maquillaje y una blusa alegre, y me sacaría el saco azul marino para que se viera mi escote. Todos me verían demasiado alegre y yo diría que es por no estar en casa fregando platos, que eso ya me hace feliz. El me guiñaría el ojo de lejos, y nos ingeniaríamos para ofrecernos azúcar en el coffee brake o para hablar con otros, estando cerca sin mirarnos, espalda contra espalda. Teníamos solo tres días más por delante, y tal vez no nos viéramos nunca más. Pero esos tres días serían memorables, esperando el reencuentro nocturno desbordando pasión atrasada.
Pensé en pedir un pase a mi empresa para la sucursal de Brasil. Ya era hora de que me ascendieran. Seguramente, me pagarían un piso céntrico, y él se vendría a vivir conmigo, aunque sea para no pagar ahorrarse un alquiler, no me molestaría que lo hiciera por interés, con tal de tenerlo cerca de mío. Creo que hace años que no encuentra alguien que me guste, o que se dije en mí, y una vez que lo encuentro tengo que conservarlo. Va a ser difícil que su familia acepte lo nuestro. Pero si tu hijo precoz es cuidado por una empresaria extranjera que lo quiere bien, ninguna madre se opone. Tal vez tendríamos roces con la parte social, porque sus reuniones con amigos veinteañeros serían aburridísimas para mí. Pero las reuniones con mis amigos también lo son, y las reuniones con los amigos de mi marido son de querer gritar de aburrimiento, pero igual me las aguanto. Y hasta pensé que sí, me gustaría tener un hijo con él. Ya había abandonado había rato la idea de tener un hijo, demasiadas discusiones amargas me habían hecho olvidar la idea. Pero tener estar embarazada de él, que me bese la panza y me dé la mano en el parto, me llena de ternura . Además , un hijo lograría tenerlo siempre a mi lado. No me dejaría por la primer nena que pase, si tiene un bebé suyo esperándolo en casa. Pero qué tontería estoy diciendo, parezco la mala de una telenovela colombiana, esa treta nunca da resultado, si está lleno de mujeres embarazadas y abandonadas, qué le importan los hijos a los varones cuando les gusta otra mina…
Me preguntó si era casada. Le dije que era separada, lo cual es cierto, porque viva con mi esposo no significa que estemos unidos. Creo que hace meses que no tenemos una conversación que no sea meramente informativa. Y de sexo mejor ni hablar, porque lo que sucede cada tres o cuatro meses no merece ese nombre. Le pregunté si tenía novia. Me dijo que ya no, porque tuvo que mudarse por el trabajo y la relación no resistió la distancia. Pero que le gusta estar de novio porque le gusta llevar a una mujer a lugares románticos y especiales. Y me, casi en secreto, que le gusta bailar lento. No le creí, pensando que lo decía por haber calculado qué podía gustarle a una vieja .Jamás conocí a un hombre que le guste bailar lento, y en la música actual no existen los lentos. Para demostrarle que no era tan fácil la cosa conmigo, y que a una mujer hay que conocerla, no adivinarla, le dije a que a mi no me gusta bailar lento.
Ya habíamos llegado al nivel de conversación donde lo único que queda hacer es besarse. Y no me besaba. Yo me dije “si no me besa ya, me voy a dormir y que no me hable nunca más”. Me miró fijo a los ojos. Yo miré el reloj. El me dijo ya tengo tu teléfono, si voy un día a tu ciudad, te llamo para invitarte a tomar un café, ja , ja. Lo dijo así: ja, ja. No era risa. Era terror diferido. Como si la sola idea de invitarme a tomar un café le pareciera absurda o impensable. Mejor me voy a dormir, le dije, para no sufrir más, pensé. Yo también ,dijo. Nos levantamos y caminamos hacia el ascensor ante la mirada penetrante de los otros dos que se quedaban haciendo como que conversaban, vigilantes. En el ascensor me preguntó en que habitación estaba. No en qué piso, sino en qué habitación. Se la dije, con un último resquicio de esperanza. Llegamos primero a su piso, me dijo buenas noches, me dio un beso en la mejilla y se fue. La puerta se cerró detrás suyo como la caja fuerte de un banco robado. Vacía. Hueca. Mi corazón bajó al subsuelo con tanta velocidad que me mareé. Me apresuré a entrar a mi habitación y me acosté, para olvidar.
Al día siguiente sentí que me él seguía con la mirada a todos lados. Pero no me habló más, y se mantuvo siempre a unos diez metros de donde estaba yo. Distancia más que prudencial. Yo no podría salvarla sin que se viera que estaba corriendo detrás suyo. Todo el tiempo estuvo rodeado de varones.
Igual me vestí, peiné y perfumé como nunca lo hice en uno de estos odiosos congresos. Todo lo que logré fue que el gordo de Bayer dijera que estaba muy llamativa porque tenía los ojos pintados del mismo color de la carpeta de Schering, la puta que lo parió.
En la cena de la última noche, el muchachito de las pestañas largas vino vestido de traje y corbata. Casi me desmayo, estaba increíblemente guapo. Tan lindo que dolía verlo. Se acercó con una mirada admirativa y me preguntó si cenaría con él. Y con mil más pensé, porque estábamos en mesas multitudinarias. Pero le dije que sí. Cuando tuvimos que entrar para acomodarnos en las mesas, él se fue para otro lado. Ni miró donde estaba yo. Yo no lo iba a seguir como un perrito faldero delante de las miradas de todos los laboratorios farmacéuticos del mundo. Peor para él, pensé, y me senté con los vigilantes de Abbott, que por lo menos hablan tanto como para no dejarte pensar pavadas. Ciando me animé a darme vuelta y buscarlo con la mirada, no lo encontré. Se había ido. Dije que tenía sueño y me fui sin esperar el café.
Al día siguiente había que irse. Armé mi valija con pena y rabia. No lo vi en el desayuno. Luego de cerrar mi cuenta y devolver la llave, estaba apunto de subir a la minibús que me llevaba al aeropuerto, cuando lo vi salir con su grupo de periodistas acreditados. Llevaba una mochila, una remera negra con el nombre de un grupo de rock, bermudas y ojotas. Parecía de catorce años, y yo su abuela con el trajecito profesional y los tacos altos. Saludé con un beso a cada uno. También a él. Todos sonreían al saludar. El no. Cuando subí al minibús, intenté no mirarlo una vez más por la ventana. No pude resistir la tentación. Era tan lindo. Vi que su grupo ya estaba subiendo a su minibús. Pero él estaba donde yo lo había dejado, con su cuerpo mirando hacia a mi, y su severa mirada fija en su bolsito negro, luchando con un cierre de la mochila que no cerraba.
En el minibús nos repartieron otro bolso con otra carpeta más, llena de folletos. Lo tomé con rabia. No se dan cuenta que de todas las cosas, el papel es lo que más pesa.
Al llegar a casa encontré todo patas para arriba, y me puse a ordenar, como siempre. Como te fue, bien. Qué pasó, nada.
Cuando mi marido se fue a dormir, me senté en la mesa grande del living a desparramar papeles y folletos, lo que sirve a la derecha, lo que no, a la bolsa. Abrí la carpeta que me entregaron a último momento. En ella estaba el catálogo del congreso de año pasado, que no había llegado a tiempo a la imprenta el año anterior, y nos lo dieron este año. Que vergüenza, son empresas multinacionales y nos dan un catálogo de productos viejos con un año de atraso. En la primera hoja estaba la foto grupal con todos los invitados sonriendo, pese al cansancio del viaje de cada uno. Me busqué en la foto vieja entre tanto rostro ya conocido y me vi con el pelo más corto y oscuro. Me quedaba mejor. Con los años y el miedo a verme vieja, me lo estoy dejando rubio y largo, pero ya no me queda bien. Me queda ja, ja. Pero todos los demás también estaban mejor el año pasado.
Comparé ambas fotos. Este año están todos gordos, pelados, ojerosos. El tiempo hace estragos en la gente. Qué bueno es ser joven. Y de pronto supe que tenía una foto de él. Donde está Wally. Ahí estaba, hermoso, sonriente, dulce. No, lo de los ojos intensos y las pestañas largas no fue idea mía. Es así. Pusieron su nombre y todo, o sea que el nene no es un don de nadie en la organización. Tonto no es. Lo rodeaban los gordos y pelados. Era natural que se sintieran celosos de que yo hablara tanto con él esa noche. Abbott, el único que aún tiene pelo, ya lo tiene totalmente blanco. Schering el año pasado no usaba anteojos de cerca. Y Bayer menos mal que ya no usa ese saco blanco que el año pasado le hacía parecer un mozo. Pero qué flaco estaba, cómo engordó en un año .Y veo que junto al de Bayer, estaba él. Te lo juro. No lo podía creer. Igual de lindo, con sus pestañas rizadas y sus labios húmedos. Eso significa que el año pasado compartimos una semana juntos y yo ni lo vi, ni el me vio.
¿Por qué no nos vimos? ¿Estoy más linda ahora que antes? Tal vez no estoy más linda, sino que estoy más sola, y por eso me vio. Busqué una lupa para mirar las dos fotos suyas: la del año pasado y la de este. El año pasado él estaba en la última fila a la izquierda, este año esta justo debajo mío. ¿Se habrá puesto a propósito tan cerca como para que lo toque? No lo creo. Pero yo podría ampliar la foto, recortarla y guardarla como una foto íntima de los dos juntos.
Te cuento esto y me salta el corazón en el pecho. Este chico me enferma. Me da taquicardia y sudor frío. Así que cerré los catálogos, metí en una bolsa todo lo que tenía que llevar a la empresa, y todo lo demás lo meti en uan bolsa para los cartoneros, esa gente que nunca se va a comprara un producto Schering, ni Merck, ni Serono. Qué desperdicio, se ve que les sobra plata para tantos impresos, pero a mí nunca me aumentan el sueldo. De paso, guardé todas las muestras gratis en una cajita que solo yo sé donde está. No soy de usar esas cosas, pero si me las dieron en el congreso, por lo menos deben ser frescas.
Escondí los dos catálogos en la parte superior del placard, envueltos en una frazada que no usamos jamás. Si me los piden, les digo que la imprenta tampoco esta vez los entregó a tiempo, pensé.
Estaba por acostarme en mi borde izquierdo de la cama, y me invadió una espesa tristeza, de esas que una sabe que no se van. Ya no tenía a Bayer y Monsanto para que me hablen tanto como para no dejarme pensar. Tampoco lograba dormir. En doce de los veintidós seminarios repitieron que los placebos no sirven para nada, que lo que sirve es Disodyl, Marprex y Neo Coditrin 500. Okey, pensé. Me levanté y abrí mi cajita. Siempre hay una primera vez. Me tomé un Disodyl 300 para no pensar más. Pero no dejé de pensar. Entonces probé con un NeoCoditrin 500. Y otro más. Y otro más. Y otro más.

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