jueves, 11 de septiembre de 2008

Magnetismo

Se ven en todas las películas, así que se usan en todo el mundo.
No hay un objeto tan universalmente adoptado y de uso infaltable en todos los hogares como los entrañables imanes de heladera.
Hasta hace un tiempo, ella creía que los objetos de uso más común de todos los tiempos eran el peine, el anzuelo, el alfiler de gancho y las monedas. En varios museos arqueológicos pudo ver que desde 5.000 años tienen el mismo aspecto, lo que indica que su diseño es inmejorable, y que fueron objetos utilísimos para la civilización, la supervivencia y el desarrollo de la humanidad. Cómo no, si son la base de la sociedad. Peine para estar prolijos, anzuelos para pescar comida y pescar al otro, alfiler de gancho para que no se te escape, monedas para mantenerlo. Se preguntaba cuál de esos elementos primigenios habría olvidado usar, si son los cuatro objetos de la felicidad.
Lo mismo sucederá en el futuro con esa maravilla de invención humana que son los imancitos de heladera. Acabarán en los museos del año 10000. Se hicieron tan populares que resulta inconcebible ver una heladera sin imanes. Hasta en el lugar más remoto del planeta, mientras haya un ser humano cerca, habrá un imán en la heladera con la forma de un ridículo cucuruchito de helado en miniatura, una torre Eiffel de dos centímetros o la publicidad de la panadería de la esquina, sosteniendo por debajo un papelito con el horario en que hay que ir al dentista. Bien mirado, no está mal que un falso cucurucho de chocolate te advierta cuando te toca la sesión de dolor. Otra demostración de cómo la vida se burla de una. Como cuando por fin te reencontrás con un viejo amor para enterarte de que tiene cáncer, o cuando te enterás de que el único tipo que te gustó en el colegio nunca se acercó a vos por miedo de que le dijeras que no, o cuando sabés que un hombre intelectual y profundo se enamora de una mujer frívola y chata, sólo porque todos los días comparte la mesa de trabajo con él.
Hay gente que se ufana de poseer colecciones de imanes que caen al piso cada vez que se cierra la nevera, como un gran Museo del Kitsch. Pizzitas en miniatura, hamburguesas liliputienses, fetitos de canario al horno con papas barnizadas, ositos verde mufa, corazoncitos con puntillas, banderitas yanquis, falsos trocitos de queso y banana, ignotas vírgenes pueblerinas, tucanes de yeso, souvenirs de vacaciones olvidadas, recuerdo de la Fiesta del Ajo, cualquier cosa puede aparecer en el muestrario heladeril. Si, las mismas porquerías se ven en películas lituanas, francesas, rusas o coreanas. Todas las heladeras del mundo tienen imanes. Si no, no son heladeras. Sólo en las películas de Woody Allen , en donde recrea el interior de las casas de ricachones del Upper West Side, aparecen esas aparatosas heladeras de acero satinado que parecen un sarcófago del futuro, y que inspiran demasiado respeto como para que nadie se atreva a pegarle imanes.
Todos los otros propietarios de heladeras creen que sin imanes, se olvidarían de todos sus compromisos. La factura del gas, el teléfono del médico y de los bomberos, la boleta de la tintorería, la invitación a la fiestita del jardín de infantes, la lista de lo que hace falta comprar, los horarios de ese curso de yoga al que jamás podrá ir, todo cuelga de la heladera. Las heladeras se convirtieron en nuestra agendas personales. Gigantescos memos de mensajes helados sostenidos por óxido ferroso con carga magnética. Porque eso es lo que es un imán. Un imán tiene dos polos. Los polos del mismo tipo se repelen y los polos de distinto tipo se atraen, lo que explica la atracción de los opuestos, y con eso ella debería conformarse.
Pero no se conforma.
Sorbe otro trago de café helado, intentando recordar las leyes de los campos magnéticos, la mirada fija en un imán de heladera con forma de absurda frutilla que los dos compraron en una feria artesanal en la luna de miel en Bariloche, ahí donde compraron mermelada de fruta fina como para endulzar mil amaneceres. Qué bien le vendría una cuchara de dulce de frambuesa, pero está segura de que no le bajaría con la garganta cerrada como la tiene.
Veamos, ¿Por qué se pega el imán a la heladera? Ella no es especialista en magnetismo. En el laboratorio está totalmente dedicada a trabajar con reactivos químicos, y el magnetismo es un tema de la física. Pero todo lo que se aprende en la facultad queda en alguna parte del cerebro. Y se puso a recordar. Qué curioso. Seguramente en este tema hubo química, no física. Pero ella tenía que explicárselo a sí misma desde la física.
Una propiedad característica del comportamiento de los imanes consiste en la imposibilidad de aislar sus polos magnéticos. Si se corta un imán recto en dos mitades, se reproducen otros dos imanes con sus respectivos polos norte y sur. Y lo mismo sucederá si uno sigue cortando imanes veinte millones de veces. No es posible obtener un imán con un solo polo magnético, totalmente norte, totalmente positivo. Eso lo descubrió Peregrinus en el 1200. Así que esa posibilidad queda descartada. Es una idea peregrina.
Las fuerzas magnéticas son fuerzas de acción a distancia, es decir, se producen sin que exista contacto físico entre los dos imanes. La intensidad de la fuerza magnética de interacción entre imanes disminuye con el cuadrado de la distancia. Cuanto más cerca están los polos opuestos, más se atraen, y más difícil será despegarlos. De haberlo sabido, tendría que haber separado a tiempo a los dos polos. No lo supo. Segunda posibilidad descartada.
La última de las posibilidades hubiera sido deshacerse a tiempo de todos los imanes que cubrían la puerta de la heladera, para que no hubiera donde colocar mensajes. Tendrñia que haber tirado el Pluto que le trajo el sobrino de Disneylandia, el castillito que dice Recuerdo de Mallorca, el minisombrero de charro mexicano que le trajo la tía, y el microalmanaque de la farmacia Norte. “Norte”, que ironía. Lo que ella había perdido. No los tiró a tiempo. Tercera posibilidad descartada.
Lo peor es que algo así no le permitía tener derecho a réplica, a reaccionar, a pedir explicaciones coherentes. Una queda sola en la cocina, a la mañana temprano, tratando de entender.
Tal vez no había nada que entender, y esto era una manera de simplificar lo complicado.
Pero en las películas filmadas en cocinas con heladeras llenas de imanes nunca pasa esto. Una se da cuenta de todo porque él prepara una valija, o porque la cita en un restaurante extraño para hablar.
Pero esta es la vida real.
Allí, en su propia heladera, sostenido debajo de ese estúpido imancito con forma de inocente frutilla, había una nota de puño y letra de su amado que decía simple y mortalmente: “No te quiero más. Me fui de casa”.
Es lo que él quiere, pensó ella. Que la relación termine congelada sobre un freezer cuatro estrellas.
Y ahora yo qué hago, pensó.
De acuerdo a las leyes de la física, ahora ella quedaba como una aguja solitaria, boyando luego de haberse pasada siete años pegada a un imán. Una aguja en contacto con un imán, se magnetiza. Y si queda suelta, en una posición de perfecto equilibrio, se coloca en una posición alineada con el campo magnético terrestre. Eso significa que se convierte en una brújula.
Sintió un alivio inmediato.
“Soy mi propia brújula”, pensó. “No voy a perderme.”
De golpe, se dio cuenta de la porquería que estaba tomando.
Escupió el café helado en la pileta y puso a calentar agua para hacer café con filtro de tela, como le gustaba a ella.
Dos tazas enteras para ella sola.

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