jueves, 11 de septiembre de 2008

Bacterias ( versión espàñol peninsular- Todos los cuentos tienen versión argentina y version español latina/ peninsular)

Era la mañana del 24 de Diciembre. Una fecha que a la mayoría de la gente le alegra el espíritu. O la llena de ansias consumistas. Sus hijos entraban dentro de esos dos grupos de gente. Amelia, en cambio, estaba triste. Como las piernas no le daban más, la sentaron en un sillón, en el hall de entrada del Citibank, mirando a la puerta de entrada. Con tres de sus hijos, esperaba la llegada del único que faltaba: Luisito, el menor, que de puntual nunca tuvo nada.
“Qué milagro estar todos juntos otra vez”, pensó Amelia. Pero no sabía si estaban realmente juntos. Sus hijos parecían seguir en otro lado. Los tres no paraban de atender llamadas de sus móviles diciendo “No puedo hablar ahora , estoy en el banco”. Amelia se preguntó por qué no lo apagaban y listo. Pero no podían, claro. Ya hacía años que Amelia no podía sostener una conversación completa con ninguno de sus hijos que no fuera interrumpida por una llamada de móvil. Pensó cómo había logrado sobrevivir hasta ahora sin móvil. Qué manía absurda la tener que sentirse siempre comunicados, siempre accesibles, siempre informados, y jamás solos. ¿Necesitarán saberse importantes para los demás? “ ¡Eso a mí ya me tiene tan sin cuidado!” Pensó Amelia “Si para poder vivir precisara saber que le importo a alguien, debería estar muerta desde hace rato”
Los compradores de su casa también estaban atendiendo llamadas de móvil diciendo “ Estoy en el banco, después te llamo”, mientras esperaban junto a un escribano bronceado, peinado a la gomina. La joven pareja de impecable aspecto parecía salida de una propaganda de whisky. El era ingeniero y ella era abogada. Amelia se admiraba de que dos chicos tan jóvenes tengan tanta pasta para comprar esa casa enorme para ellos dos solos. Ella y su finado marido Roberto sólo habían accedido a comprar esa casona después de pasar por otras cuatro casas bastante más sencillas. La última y la mejor fue esa mansión.
De recién casados, habían vivido en un apartamentito donde no entraba ni la cuna. Elena, su hija mayor, había dormido cuatro meses en un cajón de la cómoda semiabierto. Y ahora estos jóvenes modernos, apenas se casan se van a una casa con un enorme terreno y piscina. Qué fácil le resulta la vida a algunos. También a sus hijos. Tan jóvenes, y ya estaban planeando comprar otras propiedades con su parte del dinero de la venta de la casa familiar, cuando ella a su edad sólo podía alquilar un departamento de un ambiente.
La muerte de Roberto le había caído como un balde de agua fría. El era sano y fuerte, hacía de todo en la casa. Y de golpe, se cayó en el lavabo mientras se afeitaba. Una cosa increíble. Nadie, ni el mismo médico, sospechaban que sufriera del corazón. Si la que tenía mil achaques era ella, que se fuera a morir él primero, que era un toro, era como una burla del destino. No verlo de golpe, a alguien siempre tan presente, fue durísimo.
Amelia primero creyó volverse loca de dolor. Y cuando asumió que ya no lo vería más, luego de consolarse pensando en que él se había ido de viaje a un destino donde la estaría esperando, creyó que se estaba volviendo loca de verdad. Es que lo veía pasar por el pasillo de la cocina, lo escuchaba en la sala, lo sentía abrir la puerta, lo veía caminar entre las plantas, y hasta sentía que él, dormido, le arrojaba encima el acolchado de la cama, como había hecho cada noche durante los últimos sesenta y dos años.
Pero más doloroso que extrañar a Roberto fue sufrir la presión constante de los hijos, queriendo convencerla de que esa casa era muy grande para ella, que ellos no tenían tiempo de ayudarla con arreglos de los que antes solucionaba papá. Le dijeron que querían hacer la sucesión, y de paso ella se mudaba a algo más chico y más fácil de limpiar. Al principio ella se negó. Roberto también se hubiera negado. Sabía por sus amigas viudas que cuando los hijos mudan a un apartamentito a madres habituadas a casas grandes, ellas mueren de tristeza, como cuando se encierra a un gorrión en una jaula. Su amiga Margarita se había tirado por el balcón. Perla no dormía sin ansiolíticos. Y no hablemos de Antonia, que perdió las amigas por el whisky. Pero no era alcohólica mientras vivió en su casa con jazmines.
Al principio, Amelia se mantuvo firme, y les dijo uno por uno a los hijos “Yo de aquí no me muevo”. Había leído en un libro de antropología que ninguna sociedad humana hereda a los hijos en vida, a sabiendas de que una vez que los hijos heredaron, olvidan a los ancianos y la familia entra en caos.
Pero cuando el lavabo de arriba empezó a tener unas pérdidas, y con la rotura del caño de abajo se levantó el piso de la cocina, empezó asustarse. Lo mismo cuando vio que el jardín se estaba convirtiendo en una selva y que la piscina ya era un hervidero de mosquitos en agua verde. La gota que rebalsó el vaso fue cuando un tío saltó a su parque para desaparecer por la medianera como un gato y trepar al techo de los Giménez. Ahí si que sintió pánico de que la asaltaran. Las amigas le dijeron que se compre un perro guardián. Pero ella tampoco estaba en condiciones de andar cuidando mascotas.
Nunca había visto a sus hijos tan unidos por la misma idea. Ellos, que peleaban como perro y gato por los temas más banales, ahora pensaban como una sola persona. Así que cuando Elena le prometió que no le buscaría un apartamento minúsculo como la celda de una colmena, sino una casita confortable con jardín, aunque fuera pequeña, Amelia le dijo que lo pensaría.
Al día siguiente le dijo que sí. Todos sus hijos usaron sus móviles para felicitarla por la brillante decisión.
A Amelia le dolían demasiado los huesos como para andar recorriendo casas. Pero los hijos se encargaron de recorrer empresas de bienes raíces y agencias inmobiliarias. Un día la llamaron diciendo que la pasaban a buscar porque habían encontrado la casa ideal, que además quedaba cerca de la de Luisito. De qué me sirve, dijo ella, si Luis no está nunca en su casa. Le dijeron que no sea negativa. Así que calló, una vez más.
La llevaron a un barrio tranquilo y chato, con casitas bajas de techos de tejas. Cuando ella vio la casa, le pareció que era de juguete. Tenía dos dormitorios, un escritorio, y una sala diminuta. Lindero al escritorio, tenía un patio donde solo se podía tender la ropa de un habitante solitario. La cocina daba a un jardincito con parrilla. Ja, como si ella pudiera ponerse a hacer asado.
No se imaginó viviendo allá. El barrio era demasiado tranquilo y humilde. Ni siquiera tenía un centro comercial .La convencieron diciéndole que la vuelta tenía almacén, mercería y carnicería, y que enfrente tenia una parada de taxis para ir adonde quisiera. Lastima que no tenía adónde ir.
Pero no dijo más nada. Ya estaba cansada de todo.

- Fíjate, Elena- le dijo a la hija al ver que Luisito luchaba con la puerta del banco – ¡Con lo que siempre nos costó con tu padre reunirlos a todos ustedes para Nochebuena!... Pero hoy no falta nadie, ¿eh?

Elena puso los ojos en blanco ante la ironía de la madre. Justo atrás de Luisito, entró el matrimonio que iba a venderle la casita de muñecas. Parecían buena gente, algo ordinaria, como esos que se sientan en la acera a cotillear y tomar la fresca. Sus hijos acababan de irse a vivir solos. Habían dicho que la casita les quedaba grande y que buscaban algo más chico. “¿Chico como qué?¿ La cucha del perro?”, pensó Amelia. “Parece que esto corre para todos. Llega un momento en que los padres se achican, y los chicos se agrandan”
Una vez que se hicieron las respectivas presentaciones formales, accedieron a un salón del fondo del banco, pasando varias puertas cerradas de cierre electrónico. Amelia estaba tan deprimida que pidió firmar y retirarse cuanto antes. No quería ni ver como sus hijos se repartían los billetes. Legalmente era de ellos, claro. Pero caray, quienes se rompieron el traste para tener un parque con piscina eran Roberto y ella, no esos cuatro malcriados. Se preguntaba porqué no la había vendido antes. Con Roberto se hubieran podido gastar toda ese dinero en un viaje al Caribe en barco, para gastarse lo último en el casino de Montecarlo. O podrían haber hecho un fascinante paseo en el Expreso Oriente . O podrían haberse quedado tomando champagne y caviar en Hawaii hasta cansarse de mirar puestas de sol en el Pacífico. Si a la vuelta les sobraba algo, hubieran podido rentar un apartamento de un ambiente, como en los viejos tiempos. “Lo siento, chicos, no me queda un duro” , le hubiera gustado decir, al volver. Sus hijos no necesitaban toda esa pasta. Elena era contadora, vivía en un club de campo, su marido tenía un negocio, no le faltaba nada. Marcelo era ingeniero, y no le iba mal. Ernesto tenia una imprenta, se quejaba siempre, pero sus hijos iban a una escuela privada. Y Luisito siempre se las ingeniaba vendiendo computadoras y arreglando aparatos. En eso había salido al padre. Todos eran sanos, listos y no tenían necesidades económicas. Pero ahora estaban detrás de la pasta de la casa como buitres hambrientos.
En fin, ya era tarde para planes locos. Si a ella ya no le daban los huesos ni para ir al mercado, mucho menos le daba para irse al Caribe sin Roberto.
Al rato de estar sentada en un sofá en el hall del banco, la llamaron para que firmara la escritura de la nueva casa. En realidad, la compraban entre los cuatro hijos, dejando sentado que el usufructo sería de ella, para evitar más gastos cuando ella muriera. Porque ya estaban calculando que moriría en ese chiringuito.

- No le digas chiringuito, mamá- masculló Elena por lo bajo- Están los señores mirándote.
- ¿Qué señores? – dijo ella en alta voz.
- Los propietarios, mamá.- dijo Elena, exasperada.
- Ya no son los propietarios. ¿Acaso no es nuestra ahora la casa? ¡Así que le digo chiringuito todo lo que quiera!- dijo Amelia, como para que se enteren todos.

Los tres escribanos rieron nerviosamente y el resto de los presentes se quedó con la mirada fija en las torres de billetes que pasaban de mano en mano.

- Con permiso, ¿ya está? ¿Me puedo ir? Tanto olor a pasta me da náuseas…- dijo Amelia.

Se levantó con esfuerzo de la silla, y una empleada se ofreció a acompañarla a la puerta. Los hijos ni se movieron de sus puestos.


Esa fue la peor nochebuena de su vida. Fueron todos a la casa ya vendida, para usar el parque por última vez, como despedida. Ellos estaban eufóricos descorchando champán. Ni se daban cuenta de que ella tenía los ojos llenos de lágrimas. Recordaba cada rato de felicidad vivido en esa casa. Veía a Elena enseñándole a nadar a Ernesto. A Roberto enseñándole a andar en bicicleta a Marcelo. Los niños entrando en tropel de la escuela para tomar la merienda en la galería. La piñata colgando de la glorieta en los cumpleaños. A Roberto cortando los setos. A los nietos trepándose a los árboles. Las bodas de oro en que Roberto hizo el mejor asado de su vida.
Amelia se excusó por el dolor de espalda y se fue a dormir antes de la medianoche, sobre una almohada húmeda de lágrimas calladas.
Al día siguiente los hijos levantaron la casa. “Una expresión horrible”, pensó Amelia. “Pero qué bien empleada”. Literalmente, la levantaron por los aires. No quedó nada. Campo arrasado.
Amelia les regaló la mitad de las cosas. Igualmente, en el chiringuito no cabría nada.
El último día le dio un beso a cada pared. Abrazó al sauce llorón que plantó Roberto. Parecía que lloraba con ella. Le cortó una ramita. Dudó entre secarla en un libro o ponerla en agua para que lance raíces y tal vez hacer crecer un retoño del viejo sauce en su nuevo cuchitril.
Se sentó por última vez en el banco de plaza que habían comprado con Roberto con tanta ilusión. Sentada ahí había amamantado a dos de sus hijos. Había tejido jerseys para ellos y para sus nietos. Había tenido larguísimas conversaciones con Roberto, mientras miraban a los colibríes libando las rosadas flores de bignonia al caer la tarde. “Le voy a decir a Marcelo que saque esta bignonia, porque me la quiero llevar al chiringuito”, pensó.
Echó una última mirada a la casa vacía. Qué chiquita se veía sin muebles. Tal vez no era gran cosa. El cariño la había sobreestimado. Al cerrar la puerta, supo que nunca más escucharía ese chirrido de falta de aceite en las bisagras seguido del familiar “ trrrrrac- tac- clún” de la madera enganchada en el marco. Durante años había sido la señal de que llegaba Roberto. Sintió ganas de grabar es ruidito. Pero era una idea absurda. Sabía que si la comentaba, sus hijos se burlarían.


Cuando entró a la casita nueva, se le vino el alma al piso.
Ernesto le había prometido que la pintaría, y Elena le dijo que le pondría cortinas nuevas antes de la mudanza. Pero estaba tal cual como ella lo había visto el primer. Había polvo y cucarachas secas por todas partes. Las cajas de la mudanza estaban sin abrir, cubriendo todo el suelo. Sólo habían acomodado los muebles en el lugar que ella indicó, seguramente para evitar que se rompiera un hueso corriendo sillones. Todo lo demás estaba como recién bajado del camión de la mudanza. Elena le había dicho que después la ayudaba a guardar las cosas, pero no apareció.
De pronto se dio cuenta de que había sido una desgracia haberse llevado tan bien con su esposo. Eran tan apegados el uno al otro y se habían hecho tan amigos en los últimos años, que se bastaban el uno al otro. Ninguno de los dos necesitaba amistades de afuera. Se habían aislado demasiado. Y ahora ella no tenía ninguna amiga a quien pedirle ayuda sin pasar vergüenza. Así que no tuvo más remedio que arreglárselas sola.
Día tras día, fue abriendo una caja tras otra a hasta terminar de acomodar todo en alacenas, aparadores y placards. Empezó a darse cuenta de que el ranchito, en verdad, era una linda casita sólida, con buena luz, y que con una mano de pintura de un color alegre quedaría bastante acogedora.
Amelia armó en el escritorio un cuartito de tejido, a espaldas de las horrorosas cortinas verdes a lunares rojos. La tele la puso en el dormitorio. En la sala ni entraba, porque el sofá y los sillones ocupaban todo.
Lo que la tenía más entretenida era el jardín. Pese a los dolores de espalda, se puso a desmalezar, plantó alegrías del hogar, y puso la ramita del sauce en agua, a ver si echaba raíces . Plantó la bignonia traída de la casa grande, que rápidamente se apropió de la pared y empezó a largar capullos rosados que atraían a los colibríes, como si nunca la hubieran mudado de barrio. “Que suerte tienen las plantas: no extrañan” , pensó, suspirando.
El jardín estaba quedando lindo, pero las paredes seguían desastrosas.
Sus hijos no la visitaban. Una sola vez pasó Elena con los tres chicos. Acostumbrados como estaban a la casa grande, en la casa chica hicieron tanto jaleo que ella acabó agotada. Se lo dijo a Elena, y enseguida se arrepintió, porque Elena le dijo “Está bien, no los traigo más”. Y no volvió. Ella pensaba decirle “Espera a tener mi edad y que tus hijos se comploten para mudarte, a ver cómo te sientes” . Pero prefirió no hacer más lío.
Pasaban los meses y ella se sentía cada vez más sola y encerrada “Ni vale la pena que me suicide”, se dijo. “Si me tiro por la ventana, hay medio metro de altura. A lo sumo sufro un esguince”.
Se estaba convirtiendo en una de esas viejas que miran la tele todo el día, y la ponen cada vez más fuerte porque se están quedando sordas de tanto escuchar la tele a todo volumen. Y no le gustaba convertirse en eso. Pero ésa era su vida.
Ya no tenía ganas ni de cocinar. Para no aumentar su anemia se hacía, a lo sumo, un churrasquito o alguna albóndiga casera. El desánimo la estaba haciendo bajar de peso.


Un día, al volver de la carnicería vio a un grupo de chicas adolescentes paradas en la puerta de su casa, señalando la chimenea. Pensó que tal vez había un gato o una comadreja en el techo. Cuando se acercó y sacó la llave, ellas se fueron. Amelia se quedó mirando el techo en puntas de pie, pero no vio nada extraño.
A la semana siguiente, cuando salía a pagar impuestos, vio a cuatro chicas y un chico parados en la puerta de su casa. Pensó que serian evangelistas o testigos de Jehová. Pero apenas la vieron salir, se fueron. Ni siquiera le dejaron la revista Atalaya. De la Asamblea de Dios o testigos de Jehová no eran, porque ellos justamente siempre esperan que uno salga para hablarle del Juicio Final. Y ella no tenia ganas de escuchar nada de eso. El Purgatorio era su vida actual, qué le iban a contar de nuevo.
Su amiga Margarita siempre decía “Una madre puede criar cinco y hijos y cinco hijos no pueden cuidar a una madre” .Un psicólogo en la tele decía que cuanto más hayan malcriado los padres a sus hijos, menos atención le dan los hijos a los padres en la vejez. Porque a un padre que dice siempre que sí, un hijo lo cree omnipotente, y cree que se las arregle perfectamente sin él. En cambio, los padres exigentes y tiránicos, tienen en la vejez a los hijos a sus pies, porque los convencieron de que deben atenderles y obedecerles. “En la próxima vida tengo que ser mala madre”, pensó Amelia.


Al regresar de cobrar la pensión el jueves a la mañana, Amelia volvió a ver a un grupo de tres jóvenes admirando su casa como si fuera una maravilla arquitectónica. Dijeron “Hola” al verla entrar y se quedaron sentados en su vereda. Ella pensó que serían sobrinos de la vecina de al lado, y se fue a hacer su bifecito. Al rato no estaban más.
A los dos días, al salir a comprar fósforos, vio un grupito de chicos que miraba el frente de su casa, otra vez, como si fuera el Taj Mahal. Cuando la vieron salir, se cruzaron a la vereda de enfrente. Al llegar a la esquina, ella giró sobre sus talones. Y vio que seguían mirando su casa.
El viernes a la tarde, ella se levantó de la cama para hacerse un té. De pronto sintió risas en la puerta. Pensó que venían de la tele, pero en al tele había un tío hablando de fútbol. Se acercó la ventana de enfrente, corrió la vieja cortina a lunares, y vio a otro grupo, esta vez de cuatro chavalas y dos chavales, tomando fotos del frente de su casa. Algo raro estaba pasando. No esperó más, y llamó a Ernesto.

- Ernesto, habla tu madre. Dime la verdad… ¿Me echarás también de esta casa?
- ¿Qué dices, mamá? – preguntó su hijo, sorprendido.
- Pregunto si la vas a vender.
- Mamá…la acabamos de comprar. Es tu casa, por tanto tiempo como…para siempre. ¿Cómo la voy a vender?
- Me pareció.
- ¿Por qué te pareció?
- Porque viene gente todos los días a mirarla, y hoy hasta le han tomado fotos.
- Mamá, ¿No estarás alucinando?
- Los vi, de verdad. Vienen siempre.
- Son ideas tuyas….
- ¡No! Estaban tomándole fotos, te digo.
- Tendrás una cigüeña en el techo… ¿ Te has figado?
- No tengo nada en el techo, y le están tomando fotos.
- Bueno, ma…¿ y yo qué tengo que ver con eso?
- ¿Y qué tengo que ver yo?
- No sé que quieres que haga …
- ¿No te parece raro?
- Bueno, si te molesta, llama a la policía. O a un psiquiatra. Capaz que es por el cambio. Con la mudanza, uno ve cosas distintas. ..
- ¿Crees que estoy loca?
- No dije eso. Digo que debes que habituarte a los nuevos movimientos y costumbres de un nuevo barrio. Y en ese barrio la gente es de caminar, mirar casas…
- No, no caminan. Se detienen en la puerta de esta casa a mirarla fijo o a fotografiarla. Sólo en la puerta de mi casa.
- Estas paranoica, mami. Tómate medio Lexotanil .
- No es paranoia. Es lo que pasa.
- Mamá, ya se te va a pasar. Estás durmiendo poco, como siempre. Aliméntate y acuéstate temprano. Cualquier cosa, si esto sigue, me avisas y pido turno con el doctor Pascual.

Ella cortó, indignada.
¿Como iba a llamar a la policía? ¿Qué les iba a decir? ¿ “Unos quinceañeros están fotografiando mi casa”? La policía no atiende ni aunque una diga que su propio marido te esta moliendo a palos, ¿qué van a venir por una foto? ¿Será legal tomar fotos a casas ajenas?
Ella recordó que casi todos eran mozalbetes en edad escolar. Tal vez no había de qué alarmarse. Tal vez estarían haciendo un trabajo para el colegio, de la arquitectura barrial de los años ´50 .Tal vez fueran estudiantes de arquitectura. Tal vez , no: ojalá.

Al día siguiente, en la carnicería, le preguntó al carnicero:

- José, le voy a hacer una pregunta extraña…¿ A usted le toman fotos de su casa?
- No entiendo- dijo el.
- Es simple ¿Ha visto a alguien en la puerta de su casa y le toma una foto a su casa?
- Supongo que si la bruja sale en pelotas , sí – rió el hombre
- Ja , muy gracioso- dijo ella
- Disculpe la grosería, doña Amelia. No, la verdad que a nadie le interesa mi casa. Le falta pintura para que hagan eso…. ¿por qué pregunta?
- ¿Nadie le dijo que hay chicos fotografiando casas?
- No…¿ Está bien así, de solomillo?

Fin del tema.
Nadie hablaba de chicos sacando fotos en el barrio. Se hablaba de los inadaptados que dejan que sus perros caguen las aceras, de las raíces de los árboles que estaban levantando las baldosas, y de los chavales que compran golosinas en el kiosko y tiran las envolturas en los jardines vecinos.
Durante unos días, Amelia estuvo pendiente de ver chicos en la puerta de su casa, pero como no volvieron, olvidó el asunto. “Tengo esa suerte”, pensó, “A mi edad , una se olvida hasta de lo que le preocupa”.
Una tarde en la que estaba en la cocina poniendo agua para el té y escuchando el noticiero en la radio, le tocaron el timbre. “¿Quien será?”, pensó ella. Demasiado tarde para el cartero y demasiado temprano un hijo. Además, los hijos la llamaban antes de venir. Por eso no la llamaban nunca.
Corrió la cortina a lunares y vio a un grupo de chicas como de dieciséis o diecisiete años, observando la puerta, muy serias. “Oh, no. Me hicieron recordar de lo que me preocupaba”, pensó Amelia. No estaban señalando la casa, ni tomando fotos. Pero miraban fijo a la puerta. “¿La abuela de alguna de ellas habrá muerto acá?” , pensó. Pero no podía ser, porque los chicos eran siempre distintos. Los del otro día eran medio punks. Estas chicas no. Dos de ellas llevaban uniforme de colegio privado, como el de Gaby, su nieta. Las demás estaban con vaqueros y mochilas en la espalda, sosteniendo libros en la mano. “Cómo pasa el tiempo, ya empezaron las clases”, se dijo.
No podían ser todos nietos de la misma abuela. Ninguna abuela tiene sesenta nietos adolescentes. “¿Les abro y le pregunto qué quieren? ¿O mejor no atiendo, así se dejan de molestar y no vienen más?”, pensaba ella. Vio que las chicas hacían un gesto de impaciencia, y se iban. “Menos mal, así se dejan de molestar”, pensó ella.
Pero en lugar de aliviarse, sintió una incomoda frustración.


Al día siguiente la visitó Elena a la hora del té. Abrió la puerta con su propia llave y fue directo a la cocina.
-¿Que hacen esos chicos allá afuera?- preguntó Elena, mientras abría un paquete con pastas y las acomodaba en un plato con cuidado, mientras se lamía la crema de los dedos
- ¿Qué chicos?- fingió Amelia.
- Cuando estaba por entrar, vi un grupo de chicas y de chicos mirando la casa. Creo que le estaban sacando fotos. Cuando me vieron entrar, cruzaron a la vereda de enfrente.
- Me alegro de que lo hayas visto con tus propios ojos. Le conté a Enrique y cree que estoy loca. – suspiró Amelia, dejándose caer pesadamente en la silla de la cocina.
- Claro que los vi . ¿Y porque Enrique cree que estás loca?
- Le dije que hay chicos sacando fotos de la casa, y me dijo que estoy delirando, y que me va a llevar al doctor Pascual.
-¿Así que los has visto otras veces?
- Los veo casi todos los dias.
- ¿Y por qué no les preguntas por qué lo hacen?
Amelia se quedó helada ante la obviedad. No sabía por qué no les había preguntado. O sí sabía.
- No sé. Supongo que es porque si estuviera Roberto, preguntaría él.
- Mamá…- dijo Elena, acomodando el plato en el centro de la mesa - Papá murió y vas a tener que empezar a hacer cosas que hacía él. Como hablar con la gente.
- No me animo. Son muchos, siempre en grupo. ¿Y si son neonazis y me agreden?
- Ay, mamá, preguntar no es nada malo. Es tu casa, y es obvio que te llame la atención que se detengan en la puerta . No parecen malo.
-Pero has visto lo groseros que son a su edad…
- Ay, mamá…¡ no te van a insultar porque preguntes por qué le sacan fotos a tu casa!
- No sé. No entiendo los códigos juveniles. Ni siquiera puedo comunicarme con mis nietos. Si por lo menos vinieran a verme, aprendería.
- No los invitas.
- Se la pasan visitando a las otras abuelas.
- Gánales de mano a las otras abuelas. ¡Invítalos tú primero!

Amelia pensó que no sabía con qué pretexto invitar a sus nietos grandes a una casita tan fea.
- Sí , claro . Cuando la casa esté pintada- respondió.

Al salir a despedir a Elena, vio un par de chicos que se sobresaltaron al verlas salir. Elena se les acercó para hablarles, pero ellos escaparon corriendo.

- ¡Ey! ¡Ustedes!¡Paren! – gritó Elena. Pero los chicos desaparecieron en la esquina.
- ¿ Me habrán robado algo? – pregunto Amelia , asustada
Elena miró la casa…
- Creo que no le falta nada.
- Sí que falta- dijo Amelia – Le falta pintura.Y cortinas nuevas.
Elena suspiró y puso los ojos en blanco.
- ¿Otra vez con eso? Ya te prometí que la vamos a pintar. Tengo que recordarle a Ernesto que envíen a su pintor de confianza. Yo compro la pintura. Te juro que va a ser pronto. Tú ve pensando el color. Pero no me lo pidas ya mismo. Ando muy liada y no tengo un minuto libre…
- Esta bien hija, entiendo. La vieja está para lo último, ¿ no?
- Viejos son los trapos.
- Si. Los trapos verdes con lunares rojos que cuelgan en las ventanas , ¿ los has visto? Dan dolor de cabeza de lo feos que son.
- Te traeré cortinas nuevas, mamá. Prometido.

Elena la besó , subió al coche y partió. Antes de cerrar la puerta de casa, Amelia vio a unos chicos del otro lado de la calzada , escondidos detrás de la morera, tomando fotos de su casa. Juntó coraje, y les gritó, decidida:
- ¿ Qué están haciendo?

Todos pegaron un respingo, se empujaron unos a otros y entre risotadas echaron a correr hasta desaparecer tras la esquina, sin mirar atrás.



Domingo a la tarde. La soledad le pesaba por más que el dolor de huesos. Pensaba en empezar a llamar a sus pocas viejas amigas. Pero no lo haría antes de que sus hijos le pintaran la casa. No quería verlas compadecerse de ella, que había pasado a vivir en esa casita vieja, por quedar viuda. “Tal vez muero antes de que pinten esto” , se dijo . Ese día no había tenido ganas ni de hacerse el churrasquito cotidiano. Almorzó un té. Estaba lavando la taza, cuando sintió risas afuera. Espió por la mirilla y vio un grupo de chicas señalando el techo, como si hubiera algo raro. También señalaban la puerta, las ventanas, y las plantas. Otra vez lo mismo, y justo hoy no tenia fuerzas ni ganas de enfrentar tanta juventud. Pero recordó el consejo de Elena. Y se dijo “No puedo seguir sin saber qué pasa”.
Se acercó a la puerta y puso la mano en el picaporte. “No, no me animo. ¿Y si me burlan o me insultan?”, pensó. Un timbrazo la hizo saltar. Miró otra vez por la mirilla. Las chicas seguían ahí. Otro timbrazo, insistente.
“Estas cararrotas se animan a tocar el timbre”, dijo. Y abrió. Para encontrarse con unas muchachas muy jóvenes que la miraban sonrientes y ansiosas.

- Disculpe, señora. Me llamo Leticia. Vivo aquí cerca, y mis amigas y yo queremos saber si nos permite conocer su casa por dentro, sólo un minutito.

La chica lo dijo todo de un tirón como si lo hubiera ensayado mil veces.

- No chicas, es una casa privada. ¿Por qué quieren conocerla?
- Es que acá vivieron los hermanos Obarrio, que son nuestros ídolos – dijo Leticia.

Las de atrás asintieron con un murmullo:
- Siiii….
Leticia agregó:
- ¿Los conoce? Son los líderes de bacterias.
Amelia la miró extrañada:
- ¿Están enfermos?
Las chicas estallaron en sonoras carcajadas.
- ¡No, señora, son los líderes de Bacterias, la banda de rock! - dijo la primera.
- ¿Cómo dijiste que se llaman los hermanos? – preguntó Amelia.
- Obarrio- dijeron todas al unísono.

“ Obarrio” , intentó recordar Amelia . ¿No era Obarrio el nombre de esa pareja que le había vendido la casa?

- Entiendo, majas – dijo Amelia, sin soltar el piacporte- Pero los Obarrio no viven más aquí …
- Lo sabemos- dijo una rubia.
- ¡Pero vivieron! - dijo una pelirroja de rulos, desde atrás. Leticia, la de la voz cantante, la calló con un gesto brusco.
- Lo sabemos, señora, pero lo importante es saber que Edu y Mauri Obarrio estuvieron en esta casa.
- ¡Claro! – dijeron las amigas.
- ¡Y la añoran mucho! - dijo otra vez la colorada.
- Si, muchas letras de sus temas hablan de esta casa….¿ No nos dejaría pasar un minutito?
- Por favor, señora…- suplicó la rubia.
- Sea buena…- dijo la pelirroja.
- Entramos y salimos, se lo juro. Es un segundo.- insistió Leticia.
Amelia se quedó observándolas, perpleja.
- No entiendo…¿Qué quieren hacer? ¿Sólo mirar?
- Si, sólo mirar…
- ¿Van a tomar fotos?
- ¿Nos dejaría? – dijo una morochita- ¡Pero amable!
- No- dijo ella, firme.
- No importa, no lo haremos… ¿Podemos ver?
- Déjenme pensarlo, chicas – dijo Amelia.- Voy a consultarlo con mi marido.
- Si, si. Pregúntele. Nosotras esperamos acá.
Amelia cerró la puerta. Eran sólo siete chicas. Parecían buenas. Toda la historia parecía muy rebuscada como para ser un cuento chino para entrar a robarle.. Era cierto que los Obarrio habían vivido ahí. ¿Qué iba imaginar ella que eran padres de roqueros famosos?

- ¿ Qué hago Roberto, las dejo pasar?- preguntó en voz alta

Y le pareció que Roberto le diría “Son niñas, Amelia…Déjalas” .
Amelia abrió la puerta lentamente.
Y las vio a todas de rodillas, con las manos entrelazadas, como las campesinas frente a la virgen de Fátima , rogándole:

- ¿ Y? ¿Nos deja?
- Está bien. Pasen – les respondió- ¡ Pero cinco minutos! ¿ Eh?

Las siete se abrazaron, saltaron juntas y entraron en tropel, agitadas, llenándola de besos y abrazos, diciendo “gracias, gracias, qué buena es, qué amable, mil veces gracias”.
Entraron a la sala y se quedaron arrobadas, en silencio, como quien entra a una catedral. Sólo faltaba que se persignaran.

- -Ahhhhh….. dijeron dos – ¡Era así!

La pelirroja preguntó a Leticia:
- ¿Te la imaginabas así?
- Siiiiii…Tal cual.
- Miraaaaa esa ventana. Da al pino….
- ¡ Siiiiii!
- “El pino que llena mi ventana / que sigue siempre verde aún en invierno…”- corearon todas, emocionadas. Leticia miró a Amelia, que seguía helada contra la puerta y le dijo:
- ¿En verdad sigue siempre verde, aún en invierno?
- No lo sé. Me acabo de mudar. Todavía no viví el invierno acá. Pero los pinos suelen ser verdes todo el año.
- Claro… - dijo Leticia, pensativa.
- ¿Podemos ver la habitación de Edu y Mauri?- preguntó la rubia.
- ¿Y qué sé yo cuál es ?- se sinceró Amelia
- ¡ Nosotras sí sabemos! – dijeron todas y corrieron juntas directo al cuarto de tejido.
- No…ése es el escritorio- dijo Amelia acercándose al grupo, con un poco de miedo de que le tocaran sus cosas.
- No. Esa era la habitación de ellos.- dijo la rubia
- No entran dos camas.
- Pero sí cuchetas.
- La habitación es la de atrás – dijo Amelia.
- No. Acá dormían. En la del medio ensayaban. – insistió la rubia.
- ¿ Junto al dormitorio de los padres? –preguntó incrédula la dueña de casa.
- Si para que no saliera tanto ruido a la calle.
- ¿ Y qué clase música hacían?- inquirió Amelia.
- ¡ Hacen! – corrigió Leticia- ¡Música celestial!

Amelia miraba estupefacta a las chicas acariciando las sucias paredes y revisándolas como arqueólogas buscando la puerta trampa a la cámara del rey o señales ocultas en las grietas de la vieja pintura.

- ¿Podemos abrir los placards?- preguntó Leticia.
- ¿ Para qué?- preguntó Amelia, alarmada
- Para ver algo que dejaron ellos. .
- Allí no hay nada. Sólo toallas y sábanas.
- Pero hay algo que no se pudieron llevar. – dijo Leticia, misteriosa.

Amelia trató de recordar si había visto una caja fuerte. No, no había nada, salvo que estuviera escondido bajo el alfombrado. Pero qué podían saber esas niñas. Supuso que cuanto antes se sintieran satisfechas, antes se irían.

- Bueno, abran. ¡Pero no toquen nada!

Los dedos de Leticia se posaron sobre la puerta blanca del placard como quien está a punto de abrir un alhajero. Las demás contuvieron el aliento, expectantes.

- ¿Lo abro?- preguntó la chica, sádicamente
- ¡ Si, no nos hagas sufrir ! – gimieron todas.

Leticia abrió lentamente el placard de las toallas, sin que Amelia pudiera imaginar qué podría tener de interesante. Todas metieron el cogote adentro y lanzaron un largo “ Ahhhhhh!”

- ¡Acá , en la puerta está escrito clarito “ Edu es el mejor”!
- Y ahí, detrás del estante… fijate si esta lo de Mauri …
- ¡ Si, está! ¡”Aquí pasamos los días más felices de nuestra vida. M y E “! ¡ Lo escribieron antes de irse!
- ¡ Y en la puerta hay un trocito de “ Sonrisa de sol”, tal como dijeron en la entrevista!
- ¡ Léelo en alta voz, Caro!
- “ Sonrisa de sol / regálame un rayo de tu luz / que le dé calor / a mi tiempo helado…” – leyó la chica pecosa de flequillo, con la nariz pegada a la pared interior del placard .
- “ …todo dolor / es ya pasado / ya no debo cargar esa cruz / y por fin, con tu amor/ tengo mi propio sol privaaaaado”…- corearon todas con alegre melodía pegadiza
- Me muero de emoción…¡Estamos pisando el mismo piso que pisaron ellos!
- ¡ Y estamos tocando sus paredes!

De pronto, la chica de pelo enrulado gritó “ Ahhhh!” , señaló las cortinas, y se tapó la boca con las dos manos .
“¡Oh, no!”, pensó Amelia, “Hasta ella se dio cuenta de lo feas que son…¡Ya sabía yo que aquí no tenía que entrar nadie hasta que Elena las cambie!”

- Disculpen, no pude cambiarlas – dijo Amelia, poniéndose colorada.
- ¡ Son las mismas! – dijo la de los rulos.

Se acercó, tomó la cortina en sus manos y la besó. Las otras también se acercaron con reverencia y apretaron la cortina contra sus mejillas cerrando los ojos, como si fuera un peluche nuevo o el anillo del Papa. Balanceándose abrazadas a la cortina cantaron a coro algo así como “cortinas verdes musgo, verde hierba / lunares rojo sol, rojo manzana…”.
Dos de ellas estaban tan conmovidas que empezaron a llorar.

- Esto es muy fuerte- dijo una de las mas emocionadas- Gracias, señora.
- Gracias, de verdad- dijo la colorada.
- Disculpe la emoción – dijo la rubia.
- No abusemos de la paciencia de la señora, chicas – dijo Leticia - Gracias por habernos dado tanta felicidad. No la molestamos más
- Pero Leti …- dijo la rubia - ¿ No vamos a ver el jardín? “Mi limonero te espera/ con sus ramas abiertas/ como yo….”
- ¿ Y el patio? – dijo la de flequillo - “ Salté de baldosa en baldosa, sin pisar jamás la raya”
- ¿ Y las fotos ? ¿ No vamos a sacar fotos? - preguntó al colorada .
- No chicas, ya está bien –dijo Leticia - Ya entramos y vimos. Ya está.
- ¿Podemos volver otro día? - preguntó una bajita, de ojos claros, que hasta entonces no había hablado.

Amelia miró esos ojitos suplicantes, aún con lágrimas en las pestañas. Pensó que todas tenían la edad de Gaby. A ella no le hubiera gustado que una vieja loca y solitaria le dijera a Gaby que no.

- Vuelvan cuando quieran.

Todas le saltaron encima llenándola de besos, abrazos y cariñosos estrujones, algunos bastante dolorosos. Le dijeron que volverían con regalos.
- ¡Dígale gracias a su esposo!- dijo la rubiecita al salir

Y ,al cerrar la puerta, Amelia murmuró: “ Gracias, Roberto”.



Al día siguiente le trajeron flores, bombones, mermelada casera que hacía una de ellas y un chal precioso que otra tejía en telar. Quien se conmovió esta vez fue Amelia, que recibió todo con lágrimas en los ojos. Y para devolver tanta cortesía, les permitió fotografiar la casa.
Lo que no sabía era que la noticia de que se podía entrar a su casa había corrido como reguero de pólvora. Inevitablemente, vinieron las visitas. Todos eran chicos buenos, tranquilos, del vecindario. Muchos de ellos venían con camisetas del grupo Bacterias. Pensó que sería injusto dejar pasar a unos y otros no. Así que les permitió pasar a todos.
Luego empezaron a venir de otras zonas de la ciudad. Algunos hacían viajes de dos o tres horas para ver su casa. Uno le traía huevos de su gallinero. Otro, limones. Y otro traía poemas que escribía él. Una tarde vinieron dos con una guitarra a tocar temas de Bacteria en el jardín. Un chico muy tierno era Marcos, que venía desde lejos y se ofreció a cortarle el césped del fondo todas las semanas. Pero los padres no lo dejaron venir más, porque decían que eso le quitaba tiempo de estudio. Lo echó mucho de menos cuando dejó de ir .
Una chica le regaló un canario y otra le regaló un póster de las Bacterias porque dijo que las paredes estaban muy vacías. Los del vecindario venían todos los días. Amelia se hartó de atender el timbre cada cinco minutos y dejó la puerta abierta para que los chicos entraran cuando quisieran. La mayoría sólo quería tomarse fotos sosteniendo las cortinas verdes a lunares rojos como si fuera un trofeo. La únicas tres condiciones que ella ponía para poder ver la casa de adentro eran : limpiar el lavabo luego de usarlo, no quedarse más de media hora dando vueltas por la casa, y cerrar la puerta al salir.
A las únicas que les permitía que hicieran lo que quisieran era a Leticia, Carola, Melina, Mabel, Luli , Flor y Jackie, las atrevidas de la primera vez. Hasta las dejaba cocinar, mirar la tele, y quedarse hasta tarde escuchando a todo volumen los discos de Bacterias. Las chicas se las ingeniaron para estrenarle la parrilla haciendo un delicioso asado. Amelia ya se sabía todas las letras de los temas de Bacterias, y las chicas le habían grabado un cassette titulado “Amelia y las Bacterias”. Melina le hacía las compras si estaba muy cansada, Jackie le traía revistas de su casa y Mabel se daba maña para cortarle el césped y regar el retoño del sauce que ya tenía brotes nuevos. Flor y Leticia estaban aprendiendo a tejer tan bien que se estaban acabando sus propios jerseys bajo la guía de Amelia. Sus compañeros las envidiaban por esa suerte de pase libre a la casa de los Obarrio. Las chicas a veces le traían a algún invitado especial que se emocionaba tanto como ellas de entrar en esa casa. Estaban muy agradecidas. Se habían hecho muy populares con las primeras fotos del placard de las toallas, que hasta había salido fotografiado en una revista de rock.
Para fin de año ya estaba peleándose por quién de ellas llevaría a Amelia a pasar Nochebuena a su casa. Todas querían tener ese honor. Para que no se pusieran celosas, Amelia optó por decidir quedarse en casa y recibir a las niñas en su casa después de medianoche. Total, todas vivían muy cerca.
Amelia pasó la mejor Nochebuena sin Roberto que jamás hubiera podido imaginar.
Preparó una tarta y coca y las chicas trajeron helado que regaron con salsa de chocolate.
Se quedaron conversando con Amelia en el jardín, de cosas de mujeres, mirando los fuegos artificiales y luego las estrellas. Y planearon llevarla un día a Amelia a ver un show de las Bacterias.
En la mañana de Navidad Amelia se despertó con los trinos del canario. Le sorprendió ver tantas niñas roncando en las reposeras, a su alrededor, en el jardín bañado por la luz rosada del amanecer. Estaba fresco, así que entró a la casa y volvió mantas, con las que tapó amorosamente a cada una de las chavalas.
El único problema que tenía ahora Amelia era que sus hijos no entendían por qué, de pronto, Amelia se negara a que le pintaran las paredes y las puertas. Tampoco quería que le cambiaran esas espantosas cortinas.
Ella prefirió que creyeran que se trataba de demencia senil.

- Mamá, estás mal. No puedes vivir así, dentro de esas paredes mugrientas. Esto se llenará de hongos y microbios.
- No te preocupes, Elena. – respondió ella, sonriente - Me gustan las bacterias.

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