jueves, 11 de septiembre de 2008

La escalera

Ella sonría de oreja a oreja mientras lavaba los platos de la cena. Casi se le escapa una carcajada, pero pudo contenerla a tiempo, simulando toser. La situación era demasiado divertida como para vivirla sola. Nada detestaba en la vida tanto como lavar platos grasientos, llenos de migas y restos de una cenas que había dado demasiado trabajo preparar, acabada en cuestión de minutos por una familia voraz que traga y parte rauda, sin siquiera levantar la mesa ni considerar cuánto tiempo le llevó a ella preparar los suculentos fuentones.
Con extorsiones, coacciones, amenazas y comentarios culpógenos, mal que mal, siempre se las había ingeniado para que sea otro quien acabe fregando la grasa fría.
No esta noche. Esta noche ella decidió adelantarse diciendo que estaba satisfecha, y que no comería. Se arremangó para lavar las pocas tazas que quedaban del té de la tarde, esperando que todos acabaran de cenar y le fueran trayendo los platos que ya desbordaban el fregadero. Visión repugnante si las hay: los restos de lo que fue tentador y apetecible, y ahora son solo migas desordenadas , huesos desnudos, babas de lechuga marchita, jugos chorreantes, salsas despreciadas…Sin embargo, esta vez no le daba asco. En verdad, casi estaba disfrutando la suavidad de la espuma blanca saliendo de la esponja y deslizándose cálida entre sus dedos, resbalando por sus muñecas y antebrazos. El agua caliente, en borbotones cristalinos, acompañaba el bullicio de sus pensamientos
Sí. Estaba mejor allí, parada, lavando los platos, que intentando buscar vanos temas de conversación para compartir entre una familia que ya no estaba integrada por adultos alegres y chicos curiosos, sino por un matrimonio hastiado y adolescentes indiferentes, demasiado ocupados en conservar a sus amigos y en fingir ser estudiantes exitosos.
Toda la vida había sido lo mismo a la hora de las comidas. Su esposo sombrío, compenetrado solamente en dosificar la sal con precisión bioquímica y en que los demás no le acaben el hielo. Sus hijos dedicados a agarrar las mejores porciones y a burlarse unos de los otros. Y ella intentando crear una armonía de propaganda de cereales en base a comentarios sobre las novedades del día que aparentemente solo a ella le importaban. Esta tarea de animadora amateur de la hora de las comidas la tenia harta. Al final, era como trabajar radio para entretener a un público ingrato. Una vez había intentado ver que sucedía si ella no sacaba tema en toda la cena. Insoportable. Todo lo que se escuchaba era el ruido de mandíbulas masticando y de vasos chocando sobre la superficie de la mesa. A veces el silencio se cortaba por un cuchillo que caía al piso, sobresaltando a todos. O por el padre, que mascullaba el consabido y repelente “¿Hacen el favor de cerrar la boca al masticar?”, que a ella la sacaba de quicio. Parecían una familia de retrato en sepia de hace un siglo atrás. “¿Cómo puede ser, si somos una familia moderna?”, pensó. Y casi se le vuelve a escapar otra carcajada.
Vamos, que hace un siglo también pasaban cosas modernas.
En esa época la abuela hablaba de lo que sucedía en el zaguán, el pasillo de entrada que conectaba a la casa con la calle. Era un sitio al que convenía acercarse tosiendo, ya que siempre había alguna parejita en una eterna despedida. Los zaguanes eran un sano punto medio para lograr que la niña esté en casa poco antes de que den las diez sin incomodar a toda la familia con el galope hormonal. La niña estaba sana y salva en casa, con un novio que la estaba arrancando de a poquito hacia afuera, como debe ser. La abuela contaba que supieron que Carlota, la del tercero B, se casaría pronto, luego de que la vieron dos veces seguidas abrazada en el zaguán con el chico del quinto C. Hasta recuerda que la abuela dijo que un novio que por amor aguanta el olor a humedad de ese zaguán, es un novio que sirve para casarse. Seguramente, su mamá también usó el zaguán. Pero los años la habrán hecho olvidarlo. A ella la esperaba furiosa cuando tardaba dos horas en subir a casa, luego de despedir a su novio. Se demoraban comiéndose a besos a oscuras en la escalera, sobresaltados por la luz eléctrica que encendía algún vecino que entraba o salía del edificio. El sonido del timer apagándose y envolviéndolos nuevamente en la noche, indicaba que había que aprovechar al máximo ese lapso de efímera intimidad. Codos apretados contra la pared, el borde duro del peldaño contra los costillas, cintos abiertos, cierres bajos, ojales desnudos de botones que miran con callado reproche…Y a la hora de separase con dolor, batían el aire con la correspondencia olvidada en el primer peldaño, para espantar el olor a sexo que estaban seguros que los delataría.
Qué extraño. Ella nunca supo más nada de él. Y se casó con alguien que no perdía tiempo en besos largos, y con quien nunca tuvo olor a sexo.
Ahora no hay zaguanes.
Hay palieres de entrada con vigilancia, y ascensores de acero lustrado, helados como el sarcófago de Disney, imprescindibles como heladeras. Si alguno de ellos deja de funcionar, la gente espera el tiempo que sea para subir al segundo o al vigésimo segundo piso en ascensor. Nadie usa la escalera. Excepto ella y el del trece D. Pensar que dicen que el trece es mala suerte, pensó, divertida. A ella, la primera vez le costó tanto abrir la puerta que lleva a la escalera, que creyó que estaba cerrada con llave. Pero sólo estaba trabada por una mezcla de mugre, óxido y pintura seca.
Fue casi mágico entrar a ese mundo paralelo y desconocido. En quince años de vivir en ese edificio, solo una vez había asomado la nariz a la escalera. Fue cuando el tipo de la inmobiliaria se la mostró, junto con la que sería su flamante casa. “Salida de incendios”, le llamó. Qué apropiado. Sólo se usa si hay fuego.
Hace poco en una revista salió una tabla que mostraba cuántas colorías gastás con cada actividad. En lo que menos se gastan calorías es en leer. Gastás una barbaridad de calorías en hacer una cama. Y en lo que más se gastan calorías es en subir escaleras. Si lo hubiera sabido, las hubiera usado antes, se dijo ella, disimulando su risa con otra tos, como una nena traviesa.
Pensar que hay más de cien estúpidos pagando las expensas, que se supone que incluyen la limpieza de la escalera. Pero la capa de polvo que le quedó en la ropa no era de la que se acumulan en un día, ni en un mes. Ella está segura de que hace años que nadie le pasa un trapo. Tendría que quejarse a la administración, pero mejor no. Porque si lo hace, saldrán todos a revisar si lo que dice es cierto. Y si en efecto concuerdan con que están pagando un dineral por un servicio de limpieza inexistente, comenzarán a exigir que se limpie la escalera diariamente y entonces esa dimensión oscura, íntima, secreta, se verá invadida por fiscales severos revisando si hay polvo en cada peldaño, con la yema de sus sucios dedos. Y seguramente encontrarán sus pelos ahí. Mejor callar.
Qué tremenda pena, no poder animar la cena de su familia contando lo mejor del día. Pobres los que dicen que aquello de que el amor está a la vuelta de la esquina es falso. Ni siquiera está tan lejos. Cómo explicarle ahora al marido que ya no tienen ganas de mudarse a una casa con pileta y jardín en las afueras. Que descubrió que vivir en la ciudad es excitante, y que el edificio ya no es una colmena gris y triste, sino un laberinto con puertas trampas que le llevan a un universo paralelo donde el tiempo se vuelve vertical y se detiene, aunque en tu propia casa las camas estén deshechas, y los platos chorreen salsas y jugos mezclados. Qué importa que el borde del escalón se te clave en las costillas y sientas resbalar entre los muslos una espuma blanca como el detergente, si casi sin salir de casa podés incendiarte, pero no importa, porque lo mejor de vivir ahí es tener tu propia y secreta salida de emergencia.

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