jueves, 11 de septiembre de 2008

Claustrofobia

Me desperté por la mañana con una sensación asfixiante.
Había soñado que el cielorraso bajaba y bajaba para aplastarme. Me levanté sudorosa y agobiada, y abrí la ventana para que entrara aire. Pero al abrirla, entró una nube de humo gris con aroma tóxico a escapes de camiones y coches.
Quise tomar un café y salir. Pero con la humedad, la puerta de la alacena se había hinchado y no pude sacar ni el café ni el azúcar. Quise tomar leche y estaba cortada. Las galletas estaban húmedas y el queso, mohoso.
En la radio, los conductores hablaban de empresas cerrando, fábricas incendiadas y dirigentes a punto de ir presos. Salir es peligroso, porque pueden asaltarte. Pero quedarte en casa también es peligroso, porque pueden entrar a atacarte. Como prefiero que me ataquen afuera para no ahogarme adentro, resolví salir del apartamento. Decidí no ir a trabajar, porque sería sumar opresión a mi sensación de ahogo.
En el corredor estrecho esperé a un ascensor atestado de gente comprimida y sin oxígeno. Contuve el pánico porque me asaltó un temor mayor de que alguno de ellos me siguiera, secuestrara y me tenga encerrada en un barril de petróleo. Lo peor era pensar que nadie pagaría un rescate por mí, sino por el barril de petróleo, que sigue en alza.
Para no andar sola por la calle, pensé en tomar el autobús. Pero me aterró la posibilidad de encontrarme prensada en una multitud empujando a los gritos de “ ¡Al fondo hay lugar!”, cuando al fondo nunca lo hay. Decidí buscar mi coche a la antesala del infierno: el oscuro tercer subsuelo del estacionamiento. Me hundí en la oscuridad de mi pequeño coche, y arranqué tratando de salir cuanto antes. Los otros coches intentaban subir la rampa estrecha y oscura hacían fila, como el metro detenido en el túnel. Empecé a sentir taquicardia y me faltó el aire. Bajé la ventanilla y respiré una bocanada de humo negro. Apenas estuve en la calle, aceleré y huí raudamente por la avenida a desesperantes 10 kilómetros por hora. Harta del atolladero de tránsito, enfilé para salir a la autopista, donde quedé atrapada en un cuello de botella, que para colmo tenía corcho.
Cuando encontré una salida, dos malabaristas se pararon delante del coche amenazando lanzar clavas en llamas en mi coche. Un joven andrajoso quiso cortarme el pelo por unas monedas. Aceleré al ver unos chavales que venían con un cepillo de dientes y un vaso de agua, para lavarme los dientes al grito de “monedita, por favor”.
Para escaparme del acoso, me metí en un centro comercial. Huyendo de las multitudes, me fui a ver una película que transcurría en un submarino que se estaba hundiendo. Sentí que faltaba ventilación en esa microsala con pasillos laberínticos, donde nunca se sabe dónde está la salida de emergencia. “Si esto se incendia, es una trampa mortal”, me dije. Y huí anhelando ver la luz. Ya era de noche.
Regresé a casa a paso de hombre por la autopista atestada. En la radio hablaban de un accidente de tránsito en cadena: cinco coches, ocho heridos graves, dos muertos. Bombardeo en Irak. Incendio en una fábrica textil. Una canción romántica “ Preso en tus brazos, atrapado en nuestro amor …” .
Llegué a casa al borde de la asfixia, y encendí el contestador telefónico, lleno de mensajes aburridos de gente que me invitaba a salir de casa para encerrarme en lugares pequeños sin ventanas donde sólo se respira humo ajeno. No me metí en la cama para no sofocarme y encendí la tele. Vi un reality show donde diez personas encerradas en la misma casa intentan convencerse de que ese encierro vale la pena. Apagué la tele y abrí una revista que comentaba el éxito de un libro que habla de los laberintos mentales que nos hacen quedarnos sin queso en una cueva de ratón. Abrí el periódico y leí una nota acerca de una película donde unos presos huyen de la cárcel para encontrase con que la libertad es una prisión más dura que la celda, porque cada uno lleva la prisión en su cabeza. Sentí un vaído.
Estuve a punto de llamar a mi terapeuta y pedirle un turno nocturno de emergencia para hablar de mi sensación de encierro. Pero recordé que tendría que esperarlo atrapada en un consultorio de escasos dos metros cuadrados. Allí los pacientes merecen su nombre porque no se puede hacer otra cosa que hojear revistas viejas que hablan de artistas internadas en un hospital, atrapadas en un set de filmación , viajando en estrechísimos aviones o entrevistadas en mínimos estudios fotográficos, prisioneras de ropa ceñida y zapatos con dolorosos tacos aguja.
Al vaído se le sumó un ahogo tan grande que corrí a tomar agua. Pero la canilla me lanzó a la cara un chirrido burlón y solo cayó una gota de líquido de color óxido. Vi todo negro y sentí que me desvanecía.
Mi vida entera pasó delante mis ojos como una película de bajo presupuesto, filmada en un videocassette digital demasiado pequeño. Luego vi un túnel largo, sofocante y estrecho. Sentí que me ahogaba, pero por suerte había una luz en el fondo. Cuando me acerqué a la luz, esta se apagó de golpe. A duras penas pude leer un cartel que decía “Por desperfectos técnicos, no habrá luz en el fondo del túnel hasta la próxima experiencia cercana a la muerte”.
Cuando volví a tomar conciencia, lo supe finalmente: no hay salida.
No podemos escapar de los microcines, los metros, los ascensores, las consultas...¡ni de este pequeño planeta! No se puede huir: adonde vayamos nos llevamos a nosotros mismos. No podemos escapar de la realidad con gin tonics, sin que la realidad nos atormente con espantosos dolores de cabeza a la mañana siguiente.
Así que más vale que nos vayamos haciendo la idea de que no nos queda más remedio que navegar sin rumbo atrapados en una Vía Láctea que se hunde entre soles mediocres encerrados en un sucio cúmulo de galaxias polvorientas, a bordo de un planeta tan deprimente que se llama "Tierra", que nos tienen atrapados, adheridos por los pies. El periódico de hoy lo confirma: esta noche veremos centellas en el cielo, restos de mugre que nos dejó el cometa Halley en su sucio andar vagabundo por el vecindario estelar.
Desde que sé esto, mi vida cambió por completo: me levanto todas las noches con una intolerable sensación de asfixia, con una angustia atroz, bañada en sudor, aterrada y con una claustrofobia agobiante.
Pero como ya me acostumbré, me importa menos. La voy piloteando. Mis lemas son: “Auxilio” y “¡Socorro!”.
Ya avisé a mi familia que cuando muera no quiero que me entierren ni me cremen, sino que arrojen mi cuerpo al viento.
Y así vivo: claustrofóbica, pero asumida.

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