jueves, 11 de septiembre de 2008

Encuentro de solos y solas

Encuentros de solos y solas

“Entre las causas del amor, una es la soledad, y el amor nos deja todavía más solos. Su promesa de comunión perfecta nos consolaba con la esperanza, pero la prueba nos despoja también de la esperanza. Cada uno de los amantes sólo puede amarse a si" mismo, a lo sumo, ama en el otro algo de si mismo. Es un trueque mágico de sueños.”
Giovanni Papini


“Basta de sábado a la noche sola”, me dije.
A mi edad, estar sola es grave, pero ser cobarde es peor.
Me decidí, y fui a una reunión de solos y solas.
Me refiero a esos bailes o encuentros donde nadie conoce a nadie, y todos van con su corazón lleno de agujeros esperando encontrar quién se lo emparche. Claro que a esas reuniones siempre van más agujeros que parches.
Tarde o temprano aparece en la vida un sábado a la noche en el que no sabés qué harás, no tenés con quién salir, y el teléfono no suena.
Esta situación personal, me decidió a ir a una reunión de solos y solas.
En otra época de mi vida me hubiera aterrorizado de asistir a una reunión así. Hubiera temido encontrarme rodeada de ancianos dispuestos a violarme en el vestidor. Hubiera pensado que estaría sola en la oscuridad de un rincón, observando cómo se formaban decenas de parejas felices, cada uno hallando a su media naranja… menos yo, porque no llevé los zapatos adecuados.
Me hubiera imaginado rodeada de hombres atractivos peleándose a las trompadas por la rubia más bella, de más busto y mayor escote.
O tal vez todos empezarían a jugar a un juego de moda, desconocido para mi, y yo quedaría afuera como una idiota preguntando “ ¿A qué juegan?”.
Hubiera temido que la consigna para entrar fuera hacerlo desnudos, y al no querer desnudarme porque soy muy tímida ( y porque no me depilo en invierno), todos me señalarían con el dedo y se burlarían de mi diciendo : “ ¡Jo, jo , que anticuada!”.
Pero considerándome una mujer adulta que puede soportar todo ese tipo de humillaciones con la frente en alto, fui a la reunión pensando “Por terrible que sea, me servirá para conocer la subcultura nocturna de los solitarios”. Porque te pase lo que te pase, siempre es buen tema para contarle a las amigas.
Me habían contado que en la mayoría de las reuniones de solos y solas hay que pagar un módico arancel por entrar a una casa vieja adonde sirven sándwiches semivacíos y vino barato. Me habían contado que allí, decenas de mujeres demasiado maquilladas sonríen nerviosamente a unos pocos hombres que son siempre los mismos que van de reunión de reunión a empacharse gratis con sándwiches semivacíos e intentar tener sexo con la más joven del lugar.
No elegí ese tipo de reunión. Elegí un ambiente selecto, donde no pedían que pagues la entrada, sino que las mujeres lleven comida y los hombres bebida.
La idea es juntarlos, para que se vean las caras y en dos horas decidan si están hechos el uno para el otro.
Por ende, me pasé una tarde entera haciendo un lujurioso arrollado de pionono relleno de atún, mayonesa, aceitunas, pickles, huevo duro, queso crema y hierbas finas. Quedó precioso. Mientras lo hacía, me preguntaba si se usa llevar arrollados de pionono a una fiesta de alto nivel. Me tranquilicé recordando que en el último cumpleaños de mi amiga de alto nivel, en efecto había un arrollado de pionono sobre una fuente de plata bruñida. Me faltaba la fuente, pero mi arrollado era casi igual a aquel. Suspiré aliviada y me fui a directo a ducharme, perfumarme y salir.
A la hora señalada enfilé a la reunión en cuestión.
Me atendió en la puerta un cincuentón demasiado bronceado, que de tan borracho que estaba, no lograba embocar la llave en la cerradura. Me tuvo que pasar la llave a través de la reja para que me abriera el portón yo misma, mientras él entraba presuroso a rellenar su copa.
El clima adentro no podía ser mejor: una cantidad de hombres elegantísimos, todos demasiado bronceados y perfumados, llenaban las copas de mujeres de veinte a treinta años menores que ellos, bellas, finas y peinadas de peluquería.
El único hombre joven y apuesto de la noche era el disc jockey, que estaba tan ocupado en un rincón haciendo el amor con sus propios decibeles, que le daba lo mismo estar rodeado de mujeres solas o de patos solos.
Traté de acercarme a él, para descubrir que no hay nada más frustrante que hablarle a un hombre con orejas tapadas por auriculares del tamaño de dos guantes de box. O sea que mis esfuerzos por ser escuchada fueron los mismos que obtuve con los últimos doce hombres de mi vida.
Antes de que nadie pudiera presentarse ante los demás, nos empujaron al salón de baile (una sala de estar con los muebles corridos contra la pared), donde los más sobrios se lanzaron a menear sus caderas, mientras que los demás simulaban su creciente índice de alcoholemia haciendo extraños pasos en ochos. Las mujeres más jóvenes bailaban compitiendo en sensualidad, mientras que las de más de 35 nos quedamos cerca de la cocina comiendo todo lo que traían por delivery : pizzas, tartas, empanadas, sushi, y algunas cajas misteriosas que ni siquiera llegamos a abrir. Había más comida que la necesaria para alimentar al ejército chino. Cada mujer se había esmerado en llevar su especialidad, pero el dueño de casa – que desconfiaba de las mujeres y por eso vivía solo- había además tomado el recaudo de encargar comida a los cuatro puntos cardinales.
Como nos quedamos sin hombres que nos rellenaran las copas ni descorcharan más botellas, las mujeres que hicimos el bunker en la cocina, pergeñamos el último recurso de la mujer abandonada: dar lástima.
Nos quedarnos paradas en la sala de baile con cara de desolación, la lengua seca fuera y la copa vacía. A cada hombre que pasaba le decíamos:

- Por favor, ¿Me traerías algo para beber?
-¡Si, por supuesto!- nos dijo el único que nos escuchó, mientras se balanceaba al ritmo de la música…o del whisky.
- ¿Qué quieren, preciosas? ¿Vino blanco, vino tinto, champán, whisky, gaseosa…?
-Para mí, vino tinto…Gracias- , le dije.
- Cómo no, ya te lo traigo.

Pasó un buen rato, y de golpe veo al mismo hombre tan gentil, bailando en trencito con las manos en la cintura de una pelirroja que levantaba el culo hasta ponérselo casi debajo de la nariz.

- ¡ Ey! ¡Me dejaste sin bebida!- alcancé a gritar antes de que se vaya con el tren.
- ¿Queeeeé?- gritó frunciéndose todo.

Le señalé la copa vacía.

- Ah , si…¿ Qué querías tomar?
- ¡Cualquier cosa!- me humillé

Nunca más pasó cerca de mío.
Varias mujeres intentamos la misma táctica con varios hombres, hasta que el más viejo de todos – el dueño de casa- nos miró con cara de pena y nos entregó una copa engrasada de muzzarella diciéndonos caritativamente:

- Este es mi champán, y ya está caliente. Acábenlo ustedes mientras traigo otra botella.

Y nunca la trajo.
Con el champagne caliente regué una palmera tropical que salía de un elegante macetón de mármol travertino. No creo que le haya hecho daño porque - luego de una larga charla analizando el tema - las mujeres no pudimos determinar si la palmera era verdadera o falsa.
Ya harta de los decibeles, salí a mirar la luna a un bello y manicurado jardín, de esos que ningún niño pisó jamás.
Allí estaba, reclinado en una reposera, el hombrón que nunca me pudo abrir la puerta de entrada.
Si yo hubiera tenido 20 años menos, hubiera huido hacia adentro temiendo que él creyera que yo salía al jardín para encontrarme a solas con él. Pero como tengo 20 años más, y estoy en esa maravillosa edad en la que no me importa un comino que un hombre crea que lo persigo, caminé decidida a tumbarme en el sillón a su lado.

- Qué hermosa noche- le dije, por decir algo.

El me miró con los mismos ojos con los que te mira un besugo desde el hielo picado de la pescadería de la esquina.

- ¿Estás deprimida? – me dijo
- ¡No! ¿Por qué?
- Como estás acá , y no bailás…

“ No es buen partido un hombre que piensa que si estás con él es porque estás deprimida”, reflexioné para mis adentros.
El suspiró, se levantó con esfuerzo y anunció:

- Voy a buscar un cigarrillo…¿ Fumás?
- Sí, gracias- mentí.

Es que soy capaz de fumar con tal de hacer contacto con una persona del sexo opuesto. Y de bucear, surfear y, si me apuran, hacer bungee jumping si me garantizan que cuando me recogen de la punta del piolín , alguien me abraza. Lamentablemente, no fue este el caso. Me quedé sola en la noche esperando que aquel me trajera un cigarrillo que nunca llegó. ¿O él sólo habría querido informarse de la categoría de mis vicios?
Levanté mis brazos para verificar que Rexona no me hubiera abandonado.
Me miré en el reflejo del vidrio de la puerta que da al jardín para saber si con tanta frustración nocturna no habría encanecido de golpe en una noche como le pasó a María Antonieta en la víspera de su ejecución.
Pero nada de eso había sucedido.
Simplemente, estaba rodeada de hombres asustados.
Entré a la casa para consolarme atragantándome con unas espléndidas tortas de chocolate, y en el camino me encontré con el dueño de casa que me dijo :
- Cambiá esa cara, que ya empieza lo más divertido.


Lo más divertido fue que formaron dos equipos mixtos para empezar el juego. Se trataba de una carrera de quién se pasa más rápido un globo rosado, finito y alargado, empujándolo entre las piernas hacia el compañero de atrás, sin usar las manos. Ellos se reían tanto que no me explico por qué nadie hizo aún un programa de televisión para adultos llamado “La carrera del globito en la entrepierna”. Creo que el motivo de tanta alegría era poder tener por una vez en la vida - tanto hombres como mujeres- algo de ese calibre en contacto con el cuerpo.
Después se lanzaron a bailar otra vez, cumbias y chachachás. Las mujeres recatadas nos refugiamos nuevamente entre la heladera y el lavaplatos, para cuchichear de nuestras vidas y profesiones.
Por esas horas llegaron algunos hombres solos tardíos más. Uno que entró a la habitación de huéspedes para dejar su saco, llegó tan borracho que se quedó dormido sobre la pila de abrigos. Descubrí esto cuando, en el momento de irme, quise buscar mi cartera entre tanta ropa, y en vez de tirar de la correa, tironeé de un cinturón sumergido entre sacones de piel.
Otro de los recién llegados- el más buenmozo- aprovechó la profusión de mujeres solas para ponerse en el medio de la rueda a hacernos preguntas personales a dos mujeres al mismo tiempo, como diciendo “Con éstas dos no hago una buena”. Como yo no estaba dispuesta a ningún menage a trois , opté por repreguntarle a él todo lo que nos preguntaba a las dos. El respondía, pero mirando fijo a los ojos de mi compañera. Discretamente, los dejé solos, para que concreten lo suyo.
Pero a los diez minutos ella estaba nuevamente a mi lado diciéndome:

- Disculpá …¿Qué me decías de ese producto que quita las manchas de óxido?
- ¿Estás loca? ¡Andá con él, que está interesadísimo en vos! ¡Después te cuento lo del quitamanchas!
- ¡No!…Apenas te fuiste, se fue a bailar solo.

Decidida a que mi investigación de campo no fuera en vano, y ya que se caía de maduro que esa noche no cambiaría mi destino dado que el hombre de mi vida no estaba entre los presentes (o que era tan miope que no me reconocía como la mujer de su vida) me propuse encontrarle al menos un compañero a mi amiga.
Como dos mujeres juntas y divertidas en una fiesta son más valientes que una mujer solitaria bajo una bola de espejos giratorios (que es algo patético), rastrillamos toda la casa en busca de un sólo hombre valiente y divertido. Lamentablemente, sólo encontramos dúos de hombres cobardes y aburridos, bebiendo en silencio daiquiris bajo bolas de espejos giratorios que reproducían su imagen por millones. ¡Millones de pequeñitos hombres tímidos bebiendo solos!: la viva imagen de la reserva mundial de población masculina disponible. Flaca esperanza para mujeres que buscan un amor.
Sin darnos por vencidas ni aún vencidas, iniciamos varias microconversaciones con cada uno de los varones solos presentes, sacando temas tan variados como la cepa del vino descorchado, el diseño de la botella de whisky, la temperatura del champán y la calidad de los corchos. Eran los únicos temas que ellos se animaban a desarrollar con mediano éxito.
Así y todo, nuestro intento fue un fracaso. No logramos que nos contaran a qué se dedicaban, ni sus estados civiles. Las respuestas eran evasivas y finalmente, todos se escabulleron de nuestro lado con el pretexto de traernos bebidas que nunca llegaron, de buscar cigarrillos o de pedirle al DJ que pase “New York, New York” de Frank Sinatra.
Los galanes maduros parecían asustadísimos con nuestra presencia.
No sentí ninguna diferencia con una fiesta de quince años, en la que los varoncitos que quedaron enanos y lampiños hacen esfuerzos por no huir despavoridos de la presencia de sus coetáneas de busto prominente y labios pintados.
Todos eran demasiado hoscos, salvo aquel que hacía preguntas colectivas, a quien le dije: “No tiene sentido que te responda, ya que es obvio que no venís acá a conocer a nadie”. Me miró asombrado, pero no hizo ningún esfuerzo por negarlo. Yo misma me asombré de haberme animado a ser tan sincera. Cuando me iba, me despidió abrazándome tan fuerte que me crujieron un par de huesos. Me miró con ojos empañados de emoción, me dijo “Me encantó conocerte”...y se escabulló hacia el jardín (¿de infantes?).
Las solas sueltas nos pusimos de acuerdo para irnos al mismo tiempo, y nos quedamos conversando larga y animadamente en la esquina. Llegamos a la conclusión de que tener éxito en esas fiesta no es cuestión de ser la más joven, ni bella, ni simpática, ni sensual…sino de que en ellas encuentres a hombres más o menos emocionalmente maduros. Cosa que en los últimos tiempos brilla por su ausencia dentro y fuera de cualquier fiesta.
Una de ellas sigue siendo una buena amiga, y siempre nos reímos recordando la velada que nos hizo revivir nuestra dulce adolescencia con la perenne fobia a las mujeres que tienen los hombres de la tercera edad…(y de la segunda, y de la primera).
Una de ellas, la última en irse de esa reunión, me confirmó que- al igual que en los últimos bailes adonde había ido-, en este tampoco se había formado ninguna pareja.
Meses después, sigo lamentando haberme dejado mi perfecto arrollado de “pionono top” intacto en la heladera que nadie abrió, porque para comerlo había que pasar una zona demasiado llena de mujeres. Peligrosísimas mujeres, que sólo esperan que alguien las mire a los ojos y , con mucha suerte, les dé un beso.

No hay comentarios: