jueves, 11 de septiembre de 2008

Delete


Sofía recordaba perfectamente el momento en que tuvo la brillante idea.
Fue una noche de sábado, de esas en que una mira el reloj en la pared, que corre implacable mostrándole que al cumpleaños de Adriana , ella ya no llegaría. Se trataba de una reunión temprana en un bar. Un café entre mujeres, contarse intimidades a toda velocidad, y salir corriendo cada una hacia el programa de sábado a la noche que prometa más sexo o menos depresión. Pero no sintió ganas de ir. De todos modos, la semana entrante todas se encontrarían nuevamente para contarse, entre divertidas y frustradas, que no había nada para contar acerca de la noche del sábado anterior. Era tarde para eso, pero aún era temprano para ir a la fiesta de su amigo Joaquín. Ya conocía demasiado esas reuniones, todas iguales. Demasiada cerveza y música a todo volumen en la linda terraza de su flamante piso, lleno de amigos de la moderna novia de Joaquín, todos esforzándose en parecer lo más raros y frikis posibles, comiendo pizza fría y comentando – una vez más- la maravillosa ambientación de la casa de Joaquín con muebles de aluminio y máscaras africanas. Joaquín era encantador, pero los amigos de su novia eran casi autistas. Sofía terminaba en la cocina haciendo café para todos, de puro aburrida. Mejor no.
Ya era tarde también para ir al vernissage de la muestra de Marisa. Marisa, su amiga fotógrafa y pintora, conocía gente interesante. Pero donde había vino, Marisa tomaba de más y se ponía pesada. No, mejor no iría. Si iba, no la dejaría irse cuando Sofía quería. Encima, Marisa se enamoraría perdidamente de quien le sirviera más vino, generalmente otro borracho como ella, que creía estar enamorándose de Marisa porque como veía doble, le veía cuatro tetas en vez de dos. Lo que Sofía más odiaba de esas historias era que el domingo posterior a sus inauguraciones Marisa la llamaba llorando porque el borracho le había vomitado el cubrecamas fucsia de seda de la India, indetico al de Sofía, porque los habían comprado juntas. Y ella lloraba porque el tipo se lo habia vomitado y encima se había ido sin haberle hecho el amor. Y lloraba más aún porque no tenía el teléfono del tipo para poder mandarlo al diablo.
Lo único que podía hacer a esta hora era ir a ver la obra de teatro de ese actor que la había invitado rogándole que ella escribiera sobre la obra en la revista donde trabajaba. Pero ella sabía que el interés de ese actor excedía el pedido puntual de que lo ayudara con la prensa. La había llamado tres veces en la semana. Ir a ver la obra sería demostrar que estaba tan interesada en él como él en ella. ¿Para qué alimentarle falsas expectativas? Después le costaría horrores sacárselo de encima a ese pedante, inventarle pretextos para no volverlo a ver. ¿Sería posible ir a ver la obra de incógnito? ¿Disfrazada, con un sombrero raro y anteojos oscuros, como los de las fiestas de Joaquín? No… llamaría la atención enseguida y él la distinguiría entre el publico al instante y no la dejaría en paz durante semanas.
Las agujas del reloj corrían y ella aún no se había secado el pelo después de la ducha.
Miró sus pantalones de raso azul sobre la cama. Y la remera escotada de seda, junto a las medias largas negras y las botas de tacón alto y hebilla plateada.
“Si me los pongo, salgo. Si no, no”decidió, como quien tira una moneda a cara o seca.
Ya estaba cansada de tanto pensar. Mentalmente, le salió cara. Guardó esa ropa otra vez en su lugar en el placard, y se puso su uniforme de entrecasa preferido. Un pantalón viejo de algodón gris y un suéter raído antediluviano. Abrió una botella de vino tinto. Puso “Hopes and Fears” del grupo inglés Keane, un compacto donde con voz dulce y sufrida se llama al amor sobre una orquesta de pianos y guitarras.
Sólo le faltaba una cosa: un cigarrillo.
Sintió desesperación por fumar un cigarrillo. Pero ya era la una de la mañana y le dio miedo de salir a la calle vacía y oscura a buscar dónde comprar cigarrillos. Una mujer sola, recién bañada, con el pelo mojado y sin corpiño, buscando cigarrillos, era la patética imagen del tabaquismo feroz. Y ella podía vivir sin fumar. O tal vez no. Ella era de esa clase de fumadoras sociales que encienden un cigarrillo en ocasiones de relax y charla. Jamás fumaba sola. Pero este encuentro íntimo consigo misma era casi un acontecimiento social. Y ella sin tabaco.
Revolvió todos los cajones buscando un cigarrillo como un ladrón buscando joyas. Finalmente recordó que conservaba un cigarro cubano que le había robado a Alberto la noche de la pelea, cuando él se fue dando un portazo. Lo había guardado para recordar el olor a él. Sólo oler ese habano la hacía desearlo intensamente, pese a que hacía años que no sabía nada de él. “¿Los habanos se vencen?”, pensó. Ella recordaba que el buen tabaco se conserva en humidificadores, para que no se sequen. Pero entre el fenómeno del Niño, la humedad de la ciudad, la humedad de su casa y las lágrimas derramadas por la partida de Alberto, el añejo cigarro estaría como nuevo.
Lo encendió como recordaba que Alberto lo encendía, aspirando con fuerza, de a poco. No era ni la mitad de malo que había supuesto. Compensaba con creces la falta de cigarrillo rubio con filtro.
“Debería empezar a fumar habanos para tener estilo en las fiestas de Joaquín”, pensó “ Lástima que son tan caros” . Aunque a ella no le importaba dar una imagen exótica para esos nerds, sabía que fumando un habano de estos causaría impresión.
Se extendió en su futón cubierto con el acolchado fucsia de la India, y acarició la suavidad de la seda con sus pies descalzos. “Por lo menos a éste no me lo vomita nadie”, pensó. “Pensar que en este mismo momento hay miles de mujeres solas desesperadas porque no tienen adónde ir, o con quien salir, Y yo me siento en la gloria aquí, con mi vino, mi habano y buena música.”, pensó ella. Había llegado a esa etapa de la vida en la que una puede ser feliz estando sola, en la que no le acompleja no tener compañía, en la que no necesitás a nadie para no desesperar. Al sonar de “Bedshaped” – forma de cama - , las volutas del humo se enroscaban sobre sí mismas sensualmente con formas casi humanas. Qué música tan adecuada para hacer el amor, para enroscarse sobre un hombre. No, no sobre cualquier hombre. Sobre Alberto.
Sofía no entendía ni la mitad de la letra. Le parecía críptica hasta para un inglés. Lo que sí entendía era “ the sun in your eyes”. El sol en tus ojos. Qué bueno es tener a quién decirle eso de “el sol en tus ojos”. Bendito quien tiene a quién decírselo. Ella había tenido. El aroma del tabaco cubano le traía todo el pasado de golpe, como la descarga de un camión repleto de escombros, sobre su cabeza. Todos los momentos con Alberto se le caían encima, un cascotazo aquí, un ladrillazo allá, y ella trataba de adivinar- como cuando al ver los escombros de una casa demolida una adivina si eso sería parte de la cocina o del baño-, si esa sensación era parte de la atracción irresistible del primer momento. O de las risas del primer mes. O de cuando bailaban desnudos, fundiéndose uno en el otro como el humo del habano. Las maratones de amor, las travesuras, los proyectos, los súbitos cambios de plan. El sol en los ojos de Alberto. Eran de color sol, casi amarillos. La envolvían, como queriendo adivinar sus pensamientos. Los ojos de Alberto la hacían sentir hermosa, le hacían creer que era el centro del mundo. Le daban calor. Como el habano. No quería acabar el habano. Cuando se terminara, se iría el aroma a Alberto.
Qué pérdida de tiempo es vivir la vida lejos de un amor así.
Ella tenía que hacer algo. Con urgencia.
Y fue entonces, a las dos en punto de la mañana, cuando encendió la computadora y se puso a escribir algo distinto a todos lo que había escrito antes.
Ya hacía quince años que era periodista free lance de varios medios. Hacía notas de arquitectura, de cine, de modas, de cocina, de teatro. Todas eran reflejos de la realidad externa, nada comprometidas, objetivas, plasmando la realidad tal como es. Alberto le había dicho una vez que le parecían notas técnicamente perfectas, pero frías, Por eso él no las leía. Solo miraba la foto de la ilustración y pasaba las hojas. Ella lo entendía: leer no era lo suyo. El era comerciante, poco sabía de periodismo.
Pero tal vez si ella lograba escribir otra cosa, él se interesaría, se sorprendería y volvería a llamarla. Pero tenía que escribir algo impactante, algo que le llegara y lo trajera hacia ella.
“Tengo que escribir nuestra historia de amor”, se dijo. Un poco mareada por el vino, comenzó a teclear, como poseída. Supo que es bueno escribir con vino en las venas. Uno no se censura, y larga todo afuera, tan visceralmente como sale la honestidad femenina en plena menstruación, que es el momento de la verdad. El vino, rojo sangre, la ponía en contacto con lo carnal. Lo que en verdad ella quería era hacer el amor con Alberto. Pero al no tenerlo, comenzó a escribir: “Una jamás imagina que en el momento más rutinario de su vida pueda cruzarse con la mayor pasión de su vida. Pero, justamente, como no lo imagina, es que está desprevenida. Y la pasión se adueña de su alma para siempre”. Le pareció muy cursi. Pero bueno, la vida es cursi. Y siguió, y siguió y siguió escribiendo hasta que los pájaros cantaron escandalosamente en la calle y el sol entró por las rendijas de la persiana, y se le empezaron a mezclar las letras en la pantalla. Se acostó vestida en el futón, hecha un ovillo.
A mediodía despertó y siguió todo el domingo, el lunes y el martes. Y asi, escribió hasta el sábado siguiente. Lo contó todo. Los arrebatos de celos, los tira y afloja, la sensación de que ninguno de los dos podría seguir trabajando nunca más, porque no podían hacer otra cosa que estar pegados cuerpo a cuerpo, porque no podían pensar más que en el otro. El miedo terrible a dejar de desearse con la misma intensidad, de amarse con tanta desesperación. Los poemas que se escribieron, el llanto a dúo, la sensación de que un amor así no es real, nadie lo tiene, de que no se lo merecían, de que no podía durar. Y finalmente la conclusión de que por tanto miedo a que esa pasión se acabe, que se convierta en un cariño tibio o en un acostumbramiento, uno hace lo posible por acabarla. Cayeron víctimas de su propio miedo, que se convirtió en una profecía autocumplida, y terminó con el portazo final. Con el cual ella estaba segura de que si alguna vez volvía a ver a Alberto, él le diría, casi satisfecho
“ ¿Viste? ¡Ya te dije que un amor así no podría durar!”.
Ella había intentado recrear la intensidad de ese amor en otros hombres. Buscaba en otros pobres diablos la risa, los pómulos, las manos y los ojos amarillos de Alberto. Pero después de Alberto, todos parecían desabridos, chatos, secos.
Decidió buscar al original. Fue en vano: él se había mudado, ella no sabía adónde.
Los amigos le habían perdido el rastro y el dijeron que creían que, harto de la ciudad, él se había ido a vivir al interior. Los buscó en guías telefónicas y en Internet, para nada.
El muy tonto tal vez ni tenía correo electrónico.

Una Navidad, al volver de una reunión familiar, ella escuchó un mensaje de Alberto en el contestador.
Se le aflojaron las rodillas al oír esa voz diciendo: “Estoy pensando en vos , y espero que estés bien”. No dejaba ningún teléfono. De eso ya hacía un año y medio.
Ella se resignó. A Alberto aún lo tenía en sueños de los que no quería despertar.
A veces pasaba semanas sin recordarlo. Pero cuando lo recordaba otra vez, era con la contundencia de demasiadas sensaciones que se le venían encima como escapando de un cofre mal cerrado.
Tal vez escribiendo toda su historia de amor podría exorcizar ese romance truncado, para quitárselo de encima como una vieja piel de lagarto y empezar de cero, como si nunca lo hubiera conocido.
Tal vez esa novela fuera su botella de náufraga al mar, y él la recogiera.
En una semana le hizo los retoques finales. Llevó la novela a tres editores, y la envió a un premio de novela importante. Los tres editores se mostraron interesados. Pero ganó el premio, buen dinero, mucha prensa y otra vez la sensación de que aquí había un error, esto es demasiado bueno para ser cierto, miedo a que todo acabe de golpe y le digan “ Todo fue una broma…¡ te estamos filmando!”.
“ Es una obra desgarrada, honesta, intensa y llena de pasión. Seguramente, será un éxito.” le había dicho su editor, que de esto sabía bastante. La única condición que puso ella fue que pusieran su correo electrónico en el libro. Y así se hizo.
Les llevó un mes y medio decidir el diseño de cubierta. El editor quería poner la fotografía de un rostro fuera de foco, pero ella quería un fondo negro con un corazón partido al medio, que tenga un relieve tridimensional llamativo, que casi doliera al verlo.
Quiso titularlo “Lenguas de fuego”, por el poema de Gustavo Adolfo Bécquer: “Dos rojas lenguas de fuego/que a un mismo tronco enlazadas/se aproximan, y al besarse/forman una sola llama…. eso son nuestras dos almas.” Pero ya había otro libro con ese titulo. Entonces eligió llamarlo “Si tú me dices ven” , por la poesía de Amado Nervo : “ Si tú me dices ven ,lo dejo todo.../No volveré siquiera la mirada /para mirar a la mujer amada... /Pero dímelo fuerte, de tal modo/que tu voz como toque de llamada,/vibre hasta el más íntimo recodo del ser,/levante el alma de su lodo/y hiera el corazón como una espada.” Y ella sabía que esa novela, si llegaba a Alberto, podría herirle el corazón como una espada para que él se decidiera a volver.


El libro fue un éxito rotundo. La primera edición se vendió en semanas, y en poco tiempo salió una segunda edición. A Sofía le hicieron infinidad de reportajes, en los que no dejó de mencionar que era un texto autobiográfico hecho con la esperanza de recuperar ese viejo amor.
Cada vez que salía de gira promocional, que venía de firmar cientos de ejemplares en otros países, que salía en la tapa de una revista como “La novelista del año” o que era invitada al milésimo programa de televisión para hablar de “El erotismo femenino, hoy”, regresaba a casa ansiosa para ver si había recibido el tan ansiado llamado o correo electrónico de Alberto, acusando recibo del mensaje.
Pero nada.


Dos año y medio después del lanzamiento de la quinta edición del libro, Alberto le escribió un correo electrónico. Le contaba que se había casado, tenía una hija y estaba viviendo en Córdoba. Y le preguntaba si seguía viviendo en el mismo teléfono, porque tenía ganas de llamarla y hablar con ella. Ella se quedó horas mirando cada línea. Tratando de interpretar por qué había él elegido esa palabra y no otra, desguasando el mensaje frase a frase hasta que perdía todo sentido y las palabras parecían letras hiladas sin ton ni son. No quiso anotar la dirección del correo, para obligarse a abrirlo nuevamente y releerlo cuando quisiera responderle. No dejaba de leerlo, como intentando descifrar una piedra de Rosetta sin tener ninguna pista. Luego de mil relecturas, lo abandonó, frustrada por no llegar a descubrir ninguna otra cosa.
Regresó al mensaje cuatro días después. Releyéndolo nuevamente, concluyó que lo que había interpretado antes se había esfumado. No había mucho que interpretar. Eran falsas percepciones suyas. Esta vez le pareció que en vez de ser un mensaje críptico era un correo formal y frío, de salutación, sin otra intención encubierta. Con cautela, ella simplemente le respondió “El teléfono es el mismo. Espero tu llamado.” Y , por las dudas , apuntó el teléfono nuevamente.
“Tal vez se contactó porque leyó el libro, le removió las tripas y comprendió que lo de “Si tú me dices ven”,va para él .” , pensó, esperanzada.

Tres semanas después, un sábado a las once y cuarto de la mañana, Alberto la llamó. Su voz, extrañamente, era la misma de antes, pero diferente. La modulaba de otra manera, como cansado, y con el acento de su provincia.
Se intercambiaron frases de cortesía, y él le contó su vida. Toda su vida. Desde la casa que se había construido con gran esfuerzo en la sierra, de los estudios de su hija, los cursos de tejido en telar que hacía su indiferente esposa, de su úlcera y cómo la estaba curando con hierbas, de su vida tranquila, su tenis y sus amigos. Le habló de la situación política en su provincia, sobre los impuestos que hay que pagar, sobre cómo lo estafó un socio, sobre lo bien que cocina y que él mismo hace las compras en el súper. Y mientras el hablaba a borbotones sobre sus tres perros, . ella sentía que estaba hablando otra persona, que el Alberto de sus sueños se perdía en el aire como el humo del cigarro. Lejos de ella, se había convertido en otra cosa . Pensó como se las arreglaría encontrándose con este nuevo Alberto. ¿ Quedaría algo de lo que había sentido por el? ¿ O los hombres se estropean lejos de nuestra influencia?
Ella quiso aferrarse a un trocito de esperanza, y esperaba a que él dejara lo mejor para el final. Pero el seguía hablando de sí mismo y no parecía querer saber nada sobre ella. Y, así de golpe, le preguntó:

- Y hablando de supermercados...Vos escribiste un libro, ¿no? Hace un tiempo fui al supermercado, porque mi esposa me manda a mi porque sé elegir la mejor carne y los mejores vinos… y bueno, estaba en la cola más larga. Y como estaba ahí aburrido, y la cola no avanzaba, me puse a ver un exhibidor con best sellers , y vi tu nombre en la tapa de uno de ellos, no recuerdo su nombre exacto, algo como “Si me dices Rubén”, algo así, con una mancha roja en la tapa. Ni lo abrí, porque estaba apurado y no tenía mucha plata . Pero vi tu correo electrónico en la contratapa y lo anoté. ¿Te va bien con tu nuevo pasatiempo?

Ella cerró la charla con pocas palabras, le deseó suerte y se despidió. Como quien arroja una moneda al aire y cae en seca.
En cuanto dejó el teléfono, caminó a su estudio, encendió la compu buscó el correo electrónico de Alberto en “Bandeja de Entrada”. Marcó el mensaje, llevó el cursor hasta la función “Borrar”, y clickeó con el índice sobre el mouse.
El mensaje desapareció de la pantalla.
Luego abrió la carpeta de “Mensajes eliminados”. Ubicó otra vez el mensaje de Alberto, nuevamente lo marcó con el cursor y - sin mirarlo ni para despedirse, para no tentarse a memorizarlo- clickeó nuevamente en “Borrar”. Se abrió un cuadro de diálogo preguntándole “¿Realmente desea eliminar definitivamente este mensaje?”
Ella clickeó sobre la palabra “Sí” .
Alberto- o Rubén, o quien fuera - desapareció para siempre.
Y con él, todas sus esperanzas. Y todos sus miedos.

No hay comentarios: