jueves, 11 de septiembre de 2008

Besar al sapo

Marina se despertó con un terrible dolor en la nuca, y un sabor a sangre en la boca. Al abrir los ojos, no comprendía nada de lo que veía. Estaba atrapada entre hierros retorcidos, con un panel de plástico gris volcado sobre su cabeza, un lío de respaldos de asientos del avión apretados como fichas de dominó volcadas, todo mezclado con ropas, papeles y bolsos que habían volado por el aire. A su lado había una persona de pelo gris con la cabeza torcida sobre su hombro en una posición manera imposible. No era quien había compartido su asiento, así que seguramente había volado desde las filas de adelante. Arriba suyo veía una mano que goteaba sangre sobre su rodilla.
Había un fuerte olor a combustible en el aire.
No sabía si se trataba de una pesadilla o si era real. Pero si era la realidad, tenía la espantosa sensación de saber que eso no debería estar pasando.
De pronto recordó todo. La despedida de sus compañeros biólogos del equipo de becarios del Instituto de Herpetología en Manaos, que la habían llevado al aeropuerto bromeando con “quien sabe si llegas para casarte, a lo mejor en el avión o en el aeropuerto de San Pablo conoces a uno mejor que Pablo”. Todos habían lamentado no poder asistir a la boda porque había que terminar las investigaciones sobre ranas amazónicas y apenas les alcanzaba el dinero de la beca para pagarse el viaje de regreso a cada uno de sus países.
A pocos minutos del despegue, el avión empezó a hacer ruidos raros e intermitentes, como toses. Ella nunca se alarmaba mientras viera tranquilos a los tripulantes de cabina. Pero esta vez vio corridas entre las azafatas, y escuchó la voz quebrada de una de ellas que pidió a los pasajeros que se ajustaran los cinturones. Habría un aterrizaje de emergencia por fallas técnicas.
Después, todo fue tan rápido que no pudo ni sacar papel y un boli para escribirle una carta de despedida a Pablo, su amor, por si acaso la encontraran. El avión pegó varios saltos en el aire, luego se torció alarmantemente hacia la izquierda y ella vio con horror la copa de los árboles demasiado cerca.“Esto está muy mal, aquí no hay pista”,pensó. Un golpe verde en la ventanilla, varios saltos y un estruendo ensordecedor. Y la tristeza al saber que moriría sin haber tenido un hijo. Tal vez había esperado demasiado para casarse. Pero la maternidad y el matrimonio no eran compatibles con su vida de bióloga viajera e investigadora. Y además, no estaba segura de querer casarse, y menos con Pablo, que era dulce y honesto, pero terriblemente predecible. Era bueno estar de viaje y volver junto a Pablo pero no vivir por siempre a su lado. El dilema llegaba a su fin. Si moría, se terminaban las dudas de casarse con Pablo. Aunque lo de morir sin haber tenido un hijo le seguía doliendo en el alma.

Cuando por fin el avión se detuvo, no sabía dónde era arriba y dónde era bajo. Se palpó el cuerpo. Lo sentía entero. Le dolían las piernas aprisionadas detrás del asiento delantero, pero podía moverlas. Los brazos estaban bien. Tenía que salir de ahí, antes de que todo estallara. Con manos temblorosas se soltó el cinturón de seguridad, y trepó entre piernas, abrigos y asientos torcidos, y se esforzó en abrirse paso entre cuerpos quietos. Vio luz entrando por un boquete que no podía precisar si era pared, piso o techo. Pensó en verificar si había heridos a quienes ayudar, pero su instinto de supervivencia pudo más. Se deslizó por una chapa torcida como un tobogán y en cuanto tocó tierra se alejó corriendo del aparato doblado como una lata de gaseosa pisada por un camión. El avión había abierto un túnel de luz en su caída en la selva. Prefirió internarse en la espesura en sentido opuesto, suponiendo que si en ese claro de ramas rotas había combustible y se incendiaba el avión, el fuego seguiría hacia atrás. Corrió entre arbustos y matorrales tan rápido como pudo, hasta quedar sin aliento. Luego se recostó contra un árbol altísimo, vio que todo a su alrededor giraba y se oscurecía, y cayó al suelo, desmayada.


Cuando despertó, ya era de día. La noche a la intemperie había sido atroz. Despertó de madrugada acosada por un enjambre de mosquitos que no la dejaban en paz. Sin saber como evitar las picaduras, se había quitado los calcetines y se los había colocado como guantes en los brazos. Pero para esos insectos la tela no era barrera, y la seguían picando. Para colmo toda la noche había escuchado una cigarra que chirreaba sin parar con un sonido agudo, lacerante, sin fin. Había sido un alivio que se silenciara con la salida del sol, aunque el canto de las aves al amanecer fue escandaloso.
Marina calculó que si no había escuchado ninguna explosión hasta ahora, el avión ya no explotaría. Tendría que armarse de valor y regresar al aparato, para ver si había habido más sobrevivientes, y para llevarse lo que pudiera. Sería bueno conseguir ropas extras para salvarse de los mosquitos. También sería útil tener un cuchillo para abrirse paso en la selva. Y algo de comida, hasta esperar el rescate. Recordaba que su padre le había dicho que personas perdidas en la montaña habían sobrevivido comiendo jabón y dentífrico, que no son tóxicos. Tenía que buscar dentífrico y quedarse allí esperando el rescate. Es más fácil que encuentren un avión roto que una muchacha sola y perdida en la selva. Pero pensó que no lo toleraría. Con ese calor y humedad espantosa, los cuerpos de la víctimas se descompondrían, y atraerían animales carnívoros, poniéndola en más peligro aún.
Pero era eso, o perderse en la selva amazónica, que tiene millones de kilómetros de extensión, y que cubre a sus criaturas con un techo verde en el que es imposible que ser visto desde el aire. Salvo que puedas hacer un fuego. Una buena columna de humo siempre es la mejor señal visible. Tendría que volver al avión para lo más importante: buscar fósforos.



Imposible saber cuantas horas hacía que estaba buscando el avión. El impacto de la caída le había soltado el reloj de la muñeca. Solo podía tener una idea imprecisa de la posición del sol, dado que la selva era tan espesa que caminaba en penumbras. El jefe del proyecto de anfibios tropicales le había dicho que en la selva los ojos sirven de poco, y que lo más importante es el oído. Ella podía detectar el croar de la rana amarilla arborescente a unos diez metros. Qué poca cosa que es el ser humano. Un águila podía detectar la misma ranita a doscientos metros. “Si sólo pudiera volar para saber donde estoy”, pensó. No podía estar muy lejos de Manaos. Si el avión vuela a 900 kilómetros por hora, en quince minutos habría hecho unos doscientos kilómetros hacia el sur. Si ella había corrido en la misma dirección en que cayó el avión, había corrido también hacia el sur. O sea que para encontrar el avión, tenía que marchar hacia el norte. Encontrar el norte en el hemisferio Norte es fácil, porque es el lado musgoso de los árboles y piedras. Pero ahí estaba en el sur, y todo tenía musgo, todo era verde. Además, ¿quién le garantizaba que el avión, con el giro tremendo que había dado al caer, estaba apuntado aún hacia el sur? Solo le quedaba esperar al amanecer para saber por donde salía el sol, cuál era el este y así calcular el norte.


No tenía sentido buscar más el avión. Ya no tenía idea de por dónde estaba caminando. La piel se le había ampollado por las picaduras de los mosquitos, el calor era agobiante, y no tenía nada de ganas de encontrarse con una lata retorcida llena de muertos repletos de moscas.
Su estomago rugía de hambre y tenía unas tremenda necesidad de comer algo. Seguramente arriba del avión alguien llevaba un sandwich, una fruta, unos chocolates de la tienda libre de impuestos …Sería mejor encontrarlo cuanto antes.

No debía llorar. Llorar significa perder líquido, y ya se estaba deshidrantando. Después de un día entero caminando, debatiéndose entre si quería llegar al avión o no, había vuelto al mismo punto de partida: el árbol caído con forma de W, lleno de hongos anaranjados. Era el mismo, porque recordaba haber pensado que los hongos parecían formar el dibujo de una sirena, que era lo que estaba viendo ahora. No todos los hongos naranjas se distribuyen con esa figura. Eso significaba una sola cosa: había perdido un día entero caminando en círculo. Y quiso llorar. Pero no debía hacerlo.
Su padre le había dicho que ante la deshidratación, uno empieza a perder la calma, cambia de estado anímico y se comporta irracionalmente. La duda entre buscar al avión o no, de buscar ayuda o quedarse esperando la estaba enloqueciendo.
Tenía que decidir lo que haría. Así que optó por intentar conservar la calma, aferrarse a la idea de que estaba viva, y de que si el destino la había elegido como sobreviviente, era porque por algo tenía que salvarse. ¿ Por Pablo? Pablo estaría desesperado a estas horas.


Procuró sorber las gotas de rocío de cada hoja que encontraba, tal como vio hacer a un pequeño monito en las alturas de las ramas. Prestó atención a los sonidos de la selva, deseando escuchar un chapoteo de agua, porque con el rocío no saciaba la sed. Sabía que no hay que tomar aguas estancadas o pantanosas. Uno puede sobrevivir sin comer, pero no sin beber. El agua te lleva a la civilización. La gente siempre vive cerca del agua.
Marina tenía hambre. Empezó a observar qué hojas y que frutos se veían comidos o atacados por insectos. Si está mordido, no es venenoso.
Pisando fuerte para espantar a las víboras, encontró un arbusto con bayas picadas, mordidas y partidas. Había abejas libando el jugo de las frutas abiertas. Tomó una fruta caída del suelo, y la mordisqueó un poco. Tenía un sabor áspero y un olor fuerte. Pero si era buena para las hormigas, sería bueno para ella. Tanta hambre tenía que hubiera tragado varias de esas frutas, pero decidió probar solo un poco, para verificar que no le hiciera daño.
Con su buzo armó una bolsa y la llenó de esas bayas, por si no encontraba otra cosa por el camino.


Seguramente la selva estaba llena de vida. Pero era tan enorme que no lograba toparse con ningún animalito comestible. Seguramente se espantaban todos al escucharla caminar. Por las mañanas, el bullicio era tremendo. Grupos de monos saltaban de rama en rama con agilidad envidiable. Los tucanes también iban en grupos muy sociables. Si encontraba agua, tal vez se atrevería a pescar…con las manos. Observó a los monos para ver qué comían ellos, y mordisqueó las hojas que ellos probaban. Pero eso le daba aún más sed. Con la lluvia de la noche no había alcanzado a juntar un trago. La selva era tan espesa que no dejaba pasar el agua.


Habían pasado siete días y seguía sin encontrar más agua que la acumulada en las hojas. Sabía que los ayurvedas beben orina y que un inglés perdido en el desierto de Siria había sobrevivido un mes bebiendo su propia sangre de un tajo en la muñeca. Marina había descubierto un tallo que si lo exprimía por horas largaba una savia dulzona que mojaba su boca reseca. Lamía el sudor de sus brazos y cuando encontraba hojas grandes debajo de un tronco, había pequeños charcos que bebía apurada. Le sorprendía ver cuánto líquido necesita un ser humano por día. ¿Cuanto tomaba en su casa?¿Cinco o seis litros? En su departamento nuevo tenía cajones de vino, champagne y gaseosas listos para abrir la boda. Esa noche soñó que llegaba a casa y abría todos los cajones de vino, champagne y gaseosa acumulados para el casamiento, y luego lloraba porque no quedaba nada. Y entonces se bebía las lágrimas.

El día anterior por la mañana había pasado una avioneta sobre ella. Primero creyó que el rugido era un trueno, hasta que lo vio acercarse. Gritó todo lo que pudo, corrió a un claro, y a pesar de que estaba segura de que la habían vistoel rugido del motor se había hecho más y más pequeño hasta tornarse inaudible, en la lejanía. A la noche no durmió, esperando escucharlo nuevamente. Pero sólo escuchó unas pisadas que rodeaban la choza que había improvisado con unas ramas. El pequeño cobertizo no le daba ninguna protección contra los insectos, pero la hacían sentirse más segura. “Calcetines secos y un buen fuego siempre levantan el animo del explorador perdido”, decía su padre alpinista. Ella no tenía a ninguno de los dos. Pero esa mañana había decidido seguir las huellas de esas pisadas. Un animal debe saber dónde había agua. Con esfuerzo, distinguió unas huellas en el lodo. Cuando las perdía en la hojarasca, se desesperaba. Prefería encontrarse frente a frente con un jaguar hambriento, a perder las huellas que podrían llevarla al agua.
Por el camino encontró un tronco lleno de babosas. Se las comió sin dudarlo, machacándolas entre los dientes y aliviando su garganta reseca con el jugo de sus cuerpos viscosos.

Pablo pediría ayuda. El gobierno de Brasil debería estar buscándola. Alguien vendría a rescatarla. Si seguía dando vueltas en círculo, quedaría exhausta girando sobre el mismo kilómetro cuadrado.“Moviéndote sin cesar no dejas que te encuentren, porque puede ser que te estén buscando por el sitio que acabas de abandonar”, decía el padre. En muchos casos en que una persona podía haber sido hallada en veinticuatro horas, se demoró días en encontrarla porque ella daba vueltas en círculo por la selva o la montaña.
Tenía tal hambre que había querido improvisar una honda para matar un pájaro con su corpiño, pero su puntería era fatal. Finalmente resolvió preservarlo para hacerse un torniquete si la picaba una víbora. Y resignarse a seguir comiendo babosas y lombrices, que le impresionaban menos que masticar el duro caparazón de escarabajos o libélulas. Ya estaba hablando sola.

El octavo día tuvo una discusión con Cocó. Su compañera llevaba una hebilla en la cabeza hecha con una mariposa Morpho de enormes alas azules, y quería avanzar por la izquierda. Marina prefería seguir por las partes más abiertas. Cocó insistía tozudamente con que la salida era hacia el otro lado. Seguramente Cocó sabía más que ella de estas cosas: había nacido en la selva y se trepaba con asombrosa agilidad a la copa de los árboles para divisar desde lo alto qué había más allá. A veces se desesperaba porque Cocó le decía “ Ya regreso” y no regresaba por horas. Pero tarde o temprano regresaba con planteos polémicos . Marina le había hablado de Pablo. Cocó decía que le parecía que él era un idiota, y que la boda era una pésima idea. Le dijo que tíos buenos hay por todos lados y lo que una mujer tienen que buscar es un tipo estimulante. Marina le dijo que estaba harta de los tíos fascinantes. Son buenos para conversar, pero nunca están a tu lado cuando los necesitas. Pablo siempre estaba a su lado. Y además, para qué engañarse, era el primer hombre que le había propuesto casamiento. Cocó decía que entonces ella no estaba con él por haberlo elegido concientemente, sino porque él la había elegido a ella. Y que Marina iba a acabar casándose para darle el gusto a él. Marina le dijo que no, que tenía ganas de casarse porque le parecía que no podía esperar eternamente al hombre perfecto, que por otra parte no existe. Había conocido demasiados hombres desastrosos en su vida, y Pablo tenía muchas cosas valiosas. “Pero igual te aburrirás con él”, le dijo Cocó, saltando de rama en rama. “Bueno, no le voy a pedir que me entretenga. A mí lo que me divierte es la ciencia”, pensó Marina. “ Eres necia” dijo Cocó, y desapareció entre unas lianas.


Había que caminar. Si se quedaban quietas, acabarían rodeadas por los caciques verdes, que se vestían con hojas para camuflarse en el follaje. Cocó decía que eran caníbales. Pero Marina había descubierto que esos indios odiaban la música. Y mientras ella recordara la letra entera de todas las canciones de los Beatles, de Abba, de los Carpenters (los favoritos de su mamá), los mantendría a raya. Pasaba momentos de pánico cuando no recordaba una letra y dejaba de cantar, pero tarde o temprano el trino de algún pájaro la alentaba a seguir, por lo menos, con la melodía.

Hacía tres días que Cocó no aparecía. Seguramente se había ofendido por alguna tontería. Era una chica caprichosa. Cuando acordaban tomarse un descanso, Cocó seguía corriendo. Cuando decidían seguir, Cocó se tumbaba a tomar sol. Marina no tuvo más remedio que seguir sola el rastro de unas huellas pesadas, como de tapir. La tierra estaba cada vez más blanda y húmeda. Finalmente el camino se convirtió en un pantano. Quiso hundirse en él, para beber y refrescarse, pero recordó que primero tenía que verificar si eran aguas claras. Caminó hasta que casi oscurecía, y encontró un sitio entre unas plantas donde vio que el agua decantada era clarísima. Hundió la cabeza en ella y bebió todo lo que pudo. Y se quedó acostada con el agua al cuello, pensando en Pablo. Era bueno estar con alguien que te cuida.


Tenía las piernas llenas de sanguijuelas adheridas a la piel, pero no había manera de quitárselas mientras estuviera caminando por el agua. Si se las arrancaba, además del dolor espantoso, la sangre atraía a otras. Finalmente el pantano empezó a ser más profundo y el agua le llegó hasta las rodillas.” Tenía razón yo”, se dijo, triunfante, “Este era el camino.” Cocó no aparecía.
Antes de que oscureciera del todo cumplió el rito de embadurnarse de pies a cabeza de lodo para protegerse de los mosquitos. Durmió aferrada al tronco de un árbol que se inclinaba al ras del agua. Y apenas amaneció, siguió caminando con el agua a la cintura. Podía haber pirañas, caimanes o anguilas eléctricas, pero no le importaba. Tal vez sería mejor morir de una vez.
Después de todo, le quedaban solo tres bayas podridas en el bolsito que había improvisado con una manga arrancada del buzo que resolvió tirar, para aligerar el peso. Las hojas carnosas que había masticado ayer le habían dado una diarrea espantosa. Los cólicos la doblaban del dolor. O tal vez haya sido esa agua, que bebía sin cesar. Tal vez tenía demasiadas amebas. Podía dejarse morir. Bastaba con no comer ni beber más nada. O flotar en el agua hasta que la atacaran las pirañas. O alzar troncos hasta encontrar una serpiente asustada que la atacara. Pero la curiosidad podía más. Quería saber si salía viva de la selva. Quería saber si volvería a casa. Quería saber si se animaría a casarse con Pablo. Quería saber si casarse valía la pena, si daba una certeza en la vida o si era una cursilería. Tal vez ya estaba demasiado grande como para ponerse tules y jazmines.
“Vamos, Marina, que falta poco”, le gritó Pablo, unos metros más adelante. Hubiera jurado que era la voz de Pablo. Pero no era Pablo, era Cocó, que estaba ganándole la carrera saltando entre las plantas acuáticas como corriendo sobre el agua. “Ah, no…esta loca no me va a ganar”, pensó Marina, y caminó con fuerzas renovadas.

Al amanecer abrió los ojos, despertada por los gritos de los carayás . Y no pudo creer lo que veía. Sobre su mano semiabierta, una exótica ranita azul la miraba a los ojos. No se movió, para no asustarla y poder observarla bien. Parecía una Hyla abbreviata o Thoropa miliaris, como la que había descubierto Spix en 1824. Pero tenía el cuerpo de la pigmea Leptodactylus ocellatus, y un color azul intenso como el moño de Cocó. Nunca había visto ese color en una rana amazónica, ni siquiera en las especies del río Solimoes. Lo extraño era que por la membrana entre sus deditos se parecía mucho más a la de la rana albina del lago Titicaca de Bolivia. Pero era imposible que un pariente de esa especie andina - que vive a 3000 metros sobre el nivel del mar con un ínfimo porcentaje de oxígeno - existiera en esas latitudes tropicales. Si le contaba esto a su profesor, no se lo creería. Tenía que atraparla para llevarla a la Universidad. Salvo que se les hubiera olvidado estudiar esta subespecie, este era un hallazgo único en el mundo de la herpetología. Eso significaba que estaba en una zona muy especial, todavía inexplorada. Se quedó inmóvil, tratando de grabar en su memoria cada detalle de la anatomía de su compañerita. Cuanto más la miraba, más certezas tenía de que jamás había sido catalogada. Sería genial si pudiera llevarla a la Universidad. Pero dudaba de que pudiera atraparla. La ranita se movió un poco. Apoyaba una manito delantera en la palma de su mano semiabierta. Si ponía también la otra manito podría retenerla de las patitas y luego atraparla con la otra mano. La ranita le guiñó un ojo. Y le puso la otra manito en su palma. Marina supo que se acercaba a ella porque necesitaba calor. La mañana era inusitadamente fría y el sol todavía no asomaba entre las ramas. “Si me quedo inmóvil subirá a mi mano”, pensó ella. Y eso fue lo que sucedió.
Antes de darle tiempo a la rana a calentarse tanto como para saltar, Marina la atrapó con las dos manos, con un grito de alegría.
Bajó de su hueco en la ancha rama hasta el agua y siguió su camino con las dos palmas ahuecadas, cubriendo a la ranita. Camino todo el día con la ranita en el huevo de sus manos, como rezando. Ahora la único que deseaba era llegar a la universidad con ese increíble hallazgo, para que lo viera su jefe de cátedra. Se haría famosa en todo el mundo, y la ranita llevaría su nombre, Hyla Marinensis. O Hyla Miraculus.

El sol ya bajaba sobre los árboles cuando vio que el pantano confluía en una hondonada surcada por un arroyo. Animada, siguió la dirección del agua, recordando que todo arroyo lleva a un río. Con la ranita entre las manos se le hacía difícil sostenerse de las ramas para no caerse. “Con que ésto es no tener extremidades superiores”, pensó, sintiéndose un pez. Varias veces trastabilló, cayó de cabeza al agua, y se levantó con la fuerza de sus piernas, sin separar sus manos para no perder a la ranita. Tenía más miedo de perder a la ranita que de ninguna otra cosa.
A la noche durmió con los dedos apenas entreabiertos, para que entrara algún insecto que alimentara a su amiga. ¿Por qué se había especializado en ranas tropicales? En parte se lo habían recomendado sus profesores, diciendo que son especies muy variadas y poco investigadas. Pero además, las ranas aparecen en todos los cuentos de hadas. En la antigüedad se las consideraba seres mágicos, vinculados con la hechicería. Se le atribuían propiedades especiales, como los mitos de que transmiten verrugas o que son venenosas. La verdad es que todo eso nace del extraordinario parecido que tienen los batracios con la forma de un útero. La sociedad siempre temió el poder de las mujeres y su magia uterina. No en vano, sólo después de que la princesa besa al sapo, este se convierte en príncipe, se casan y son felices. Había leído que besar al sapo equivale a que una mujer acepte la propia feminidad y asuma su capacidad reproductiva. Sólo después de que la princesa besa al sapo se casa y tiene hijos. Tampoco es casual que más biólogas que biólogos estudien ranas. Esa noche de luna llena soñó con ranas danzando en torno a un caldero mágico de donde salen otras formas de vida.
Al despertarse, espió a su ranita azul por entre sus dedos hinchados de tantas picaduras. La vio inmóvil, y le aterró pensar que estuviera muerta. La movió apenas, y la ranita reaccionó. Sin poder contener su alegría, Marina la besó. “Podría convertirse en Pablo”, pensó risueña. Bajó de la rama que le había servido de cama y siguió caminando por el arroyo, en la dirección de la suave corriente. De pronto, el agua le llegó por las caderas.

Raoni le contó a los medios de prensa que él se asustó cuando vio que de la desembocadura del arroyo al río Icuí, entre unas matas que se movían, salía un animal grande y torpe, como herido. Acercó su canoa, curioso, y vio a alguien que avanzaba rezando. Primero pensó que era el tonto de la aldea, que estaba borracho y perdido. Pero al acercarse más vio que era una mujer semidesnuda, con ropas embarradas, hechas jirones, que gritaba primero y luego hablaba jadeando, en una lengua extraña. La vio tan lastimada que le extendió una mano para que subiera a la canoa. Pero ella trepó con los codos, sin despegar las manos.

La llegada del helicóptero a la aldea conmocionó a los vecinos. Sabían por la radio que hacía quince días que habían encontrado los restos del avión y las cincuenta y siete víctimas, pero a ella la daban por desaparecida, o devorada por un jaguar de los que a veces aparecían en la aldea y eran mantenidos a raya por los perros.
Nadie entendía que hacía esa señora monstruosamente hinchada por las picaduras de insectos, aferrada a una ranita minúscula, ni por qué se negaba a separarse de ella. Pensaron que era una locura producida por la deshidratación y el hambre. En el pueblo le dieron quinina, le inyectaron cortisona y le sacaron más de 300 sanguijuelas que tenía adheridas por todo el cuerpo. Tenía los pies lacerados, y su rostro estaba deforme por picaduras infectadas. Le vendaron piernas, tobillos y brazos y le pusieron hielo en el rostro para bajar la hinchazón.
Marina estaba tan empecinada en que no le quitaran la rana, que le dieron una caja donde ponerla. Con ella durmió en una cama con sábanas frescas, como satinadas, y con ella subió al helicóptero, sosteniéndola entre sus manos llagadas.
La ranita había volado más que ella. De San Pablo a Manaos, donde la estaban esperando ansiosos los biólogos del instituto de anfibios.
-Estaba todo planeado, preciosa-, bromeó el Dr Cohen, director del Instituto, en la llamada telefónica -Te enviamos a la selva para que descubrieras una especie nueva.

El hospital de San Pablo estaba rodeado de cámaras de televisión y reporteros de medios de todo el mundo que la estaban esperando para entrevistarla. A la ambulancia le llevó un buen rato abrirse paso para poder entrar a la sala de guardia. Los médicos le dieron los informes a la prensa, pero no permitieron que nadie entrara. Lo último que Marina quería era que la fotografiaran. Había visto la expresión de pena y horror que su rostro desfigurado provocaba en cada persona que se cruzaba. Los periodistas estaban volviendo loco con preguntas a Pablo, que estaba esperándola ahí desde hacía días.
Nadie comprendía que Marina no quisiera verlo.
“No, por favor, no lo deje entrar”, dijo ella a la jefa de enfermeras. “Estoy horrible, y no quiero que me vea así”

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