jueves, 11 de septiembre de 2008

Bien sola

Pensar que antes de casarse, ella tomaba el tren todas las mañanas para ir a trabajar. Trabajar le gustaba. Lo que le fastidiaba era el viaje cotidiano hasta la oficina. Vivía en un barrio de la zona norte, cerca del río. A pocas calles de su casa había una playita llena de escombros y botellas plásticas traídas por la marea desde donde se veía perfecto el perfil de los rascacielos de la capital, ahí nomás, el lugar donde pasa todo y donde atiende Dios. Se veía todo tan cerca que en línea recta llevaría quince minutos llegar ahí, si uno fuera Jesús y pudiera caminar sobre las aguas. Sin embargo, entre el tren y el subte le llevaba más de una hora llegar a su trabajo.
Tal vez si pusieran un servicio de barcos que crucen el río podría viajar al centro en quince minutos. Pero alguna vez escuchó decir que eso jamás se hará porque el río es muy engañoso, con sus súbitas crecientes y mareas bajas, que tienen que ver menos con las fases de la luna que con de qué lado sopla el viento. Las sudestadas invernales hacen que se embravezca como un mar, haciendo imposible atracar. Y el pampero estival lo barre de la costa hasta dejar a la vista su fondo fangoso entre formaciones de tosca que parecen naufragios retorcidos de dolor.
Con la tecnología actual, pensaba ella, seguramente habría ya algún modelo de catamarán que podría viajar a alta velocidad en el río cenagoso y traicionero. Aunque tal vez los mismos concesionarios de trenes y dueños de líneas de autobuses lograban parar un proyecto así, para preservar la cantidad de pasajeros de los suburbios ribereños, que son rehenes obligados a viajar a la capital por tierra.
El trabajo era agradable. El viaje hasta el centro era lo único insoportable de su tarea. Aún cuando vivía en el centro le llevaba media hora llegar a la oficina, porque igual había que esperar el autobús y sortear el congestionamiento de tránsito en la capital.
Después de terminar la universidad, ella había tenido tres empleos. Uno, en la empresa de un tío, en el que sentía que le pagaban demasiado por la papelería rutinaria que tenía que hacer. Pero le había venido bien para tener algo de currículum. El segundo, como ayudante de cátedra en la universidad, aunque le aburría horrores notar cuántos chicos estudian de puro parásitos, engañando a los padres con tal de no tener que trabajar. Con lo lindo que es ganar la propia pasta. Y el tercero trabajo le había encantado. Eran tareas en las que por fin podía aplicar sus estudios de administración de empresas. El ambiente era óptimo, su jefe era un amigo y sus compañeros eran divertidísimos. Para ella eso valía más que el mismo sueldo, que no era ninguna maravilla, pero le permitía tener sus ahorros.
Este empleo le había dado identidad, autoestima, independencia económica y – recién ahora lo descubría – ese contacto cotidiano con personas adultas que tanta falta le hacía ahora.
Cómo le gustaba eso de tener todos los días tanta gente adulta distinta con quien hablar y compartir impresiones. Ahora veía a ese período tan lejano como si se tratara de una encarnación anterior, o la de la vida de otra mujer.
Ahora, en cambio, sus días transcurrían hablando en media lengua con su hijito, y explicándole que el agua moja, que el fuego quema, que los cuchillos cortan, y que los gatos no responden jamás cuando uno los saluda, y por eso tienen fama de antipáticos.
Pero la vida es eso para millones de madres jóvenes.
Aunque estén enamoradas de sus hijos, van perdiendo su lugar en la sociedad durante la crianza. Especialmente las de cierta generación, que se criaron aprendiendo Inglés durante años hasta lograr el First Certifícate, que sólo les sirvió para acabar entendiendo la aterrorizante canción de Cat Stevens que dice “Oh, baby , baby it´s a wild world” , que no puedes avanzar con una sonrisa, y que hay mucha gente mala por ahí , baby, ten cuidado, yo siempre te querré, los demás son gente mala.
De tanto cuidarse, había quedado sola.
Se había cuidado de Javier porque le parecía muy obsesivo. Y de Alberto porque no tenía ambiciones. Y había acabado casada con Ernesto, que ya ni le hablaba. Nada de lo que le pasara a ella parecía importarle a Ernesto. Mucho menos su terrible sensación de soledad.
Y ahora se sentía increíblemente sola
Estando embarazada, al menos tenía actividades de rutina que la empujaban a estar con gente: tenía que ir al médico obstetra, hacerse ecografías y monitoreos fetales. Allí conversaba con los técnicos o con las demás embarazadas, en la sala de espera.
Ahora eso había acabado, su vida social dependía de que su madre la invitara a almorzar -si no le habían dolido demasiado las piernas como para ponerse a cocinar -, y de que su amiga Sandra cumpliera años, una vez por año. Sus amigas vivían en capital, trabajaban todo el día, o eran de esas mamás que no salen de la casa. Se había cansado de intentar un encuentro con ellas, aunque sea en algún parque cercano a la casa de ellas. Pero siempre era en vano. Todas priorizaban el planchado a una charla, o decían que su hijo era muy inquieto y que no se animaban a salir con él.
“La soledad no es no tener amigos. Es tener amigos que no tienen tiempo.”, pensó ella.

Aún no comprendía por qué había dejado un trabajo tan bueno. Está lleno de mujeres que para ser mamás dejan trabajos rutinarios, odiosos, con jefes abusadores. Pero haberse ido de un lugar tan alegre y eficiente había sido un tremendo error. Recordaba cómo disfrutaba entrando allí cada mañana. Se sentía tan a gusto en el trabajo que no tenía ganas de faltar, ni aunque fuera día feriado. Había pedido la renuncia por exceso de optimismo. Había pensado que siempre podría retomar su empleo. O que encontraría un trabajo semejante en cualquier momento.
Pero las cosas no son así.
El embarazo, el casamiento, el nacimiento de Andy, no tener a nadie de confianza con quien dejarlo, pensar que no valía la pena darle su sueldo a una niñera para que cuide al bebé que ella misma quería cuidar …todo había sucedido demasiado rápido como para poder evaluar si había sido correcto dejar su empleo para ser una mamá de tiempo completo.
Con Ernesto habían hablado de que el sueldo de él alcanzaría para mantener a la familia, sin entrar en excesos ni en lujos. Pero todo lo que ella quisiera comprar a él le parecían excesos y lujos, desde una cortina para baño hasta cortarse el pelo.
Había acabado un período lleno de novedades y esperanzas, que había durado lo que duran los preparativos del casamiento, el embarazo y la decoración de su departamento. Tal vez no estaba diseñada para ser una buena mamá, esposa y ama de casa.
Ahora creía que lo único que le gustaba de su nueva vida era no tener que tomar ese tren repleto cada mañana hasta ir a la oficina. Y la sonrisa de Andy a la mañana. Nada más. Ahora evaluaba que si hubiera seguido trabajando, con despertarlo a Andy antes de irse al trabajo, tampoco se hubiera perdido su sonrisa a la mañana.
Ernesto era tan padre de Andy como ella era madre, y a él no le angustiaba lo más mínimo dejarlo a la mañana para volver a la noche cuando el nene ya dormía. Y Andy los quería a los dos por igual. Eso es una injusticia terrible, pensaba ella, pero así son las cosas. Una madre hipoteca su carrera para estar con su hijo, y el nene enloquece de alegría cuando llega el padre que no está nunca, que no le corta las uñas, que no le dice “sana sana” cuando se hace daño, que no sabe que le gusta pintar con acuarelas, que no lo lleva al pediatra cuando está malo.
No, no podía ni pensarlo. Pensar que el crío debiera quererla más a ella le resultaba tan aberrante, que prefería pensar en otras cosas.
Al principio, ese largo período sin ir a trabajar y sin cumplir horarios ella lo había vivido como unas largas vacaciones. Aún no había perdido contacto con sus compañeras, que la seguían llamando y enviando correos electrónicos contándole las novedades de la oficina.
Pero a medida que pasaron los meses, las chicas ya no la visitaban, y se conformaban con que ella les enviara fotos de Andy, que ya no era un bebé sino un niño.
De todos los compañeros, en los últimos tiempos la única que aún le enviaba mensajes era Beatriz. Olga ya ni le respondía los correos.
“Bueno ...Nadie es imprescindible y todos se van acostumbrando a tu ausencia.”, le dijo Ernesto. Y ella creía percibir que, en la palabra “todos”, él también se incluía.


Un día, esa sensación de vacaciones eternas se acabó.
Se dio cuenta una mañana en que salió a hacer la compra y sintió envidia por esas mujeres vestidas con prolijos ternos y zapatos de tacones altos, que corrían a la boletería para no perder el tren. También las veía por las tardes, cuando cruzaba la vía regresando con Andy del mercado.
“No. Volver a trabajar sería una locura. Extrañaría horrores a Andy. Además, ¿con quién podría dejarlo? Las vecinas son desastrosas y las abuelas ya están muy cansadas para el trajín. Y además, ¿para qué ganar un sueldo que se va diluyendo con la inflación, y que va a acabar en manos de una empleada domestica? Por dos duros, ni vale la pena…”, pensaba ella, sin creer una palabra de lo que razonaba.
De todos modos empezó a averiguar por parvularios donde dejar al niño. “De paso está con otros chicos y se sociabiliza más que la madre” pensaba . “Tal vez me haga amiga de las madres de los otros críos”. Todos los parvularios le parecían tan caros como deprimentes. Los que tenían una jaula con un jilguero y un cobayo se ufanaban de tener Mini Zoo. Los que ostentaban un sobre de semillas de rabanitos clavado en una maceta con tierra reseca, decían “tenemos huerta educativa”. En otytros, escuchaba decenas de nilños llorando, y la directora que hablaba con ella diciendo “ este sitio es lo mejor después de una madre” , ni se inmutaba . Le parecía un plan infernal dejar a su adorado bebé en un sitio donde si lloraba nadie lo atendía. Ella no dejaba que Andy llorara jamás , ni por un segundo. Estaba empeñada en que su bebé fuera feliz, aunque ella no lo fuera.
Y no lo era.

Los días se le iban en rutinas aplastantes, como mantener ordenada la ropa que odiaba – toda pasada de moda - y mantener limpio un piso viejo y necesitado de pintura y reparaciones varias. Y llevar al oftalmólogo a Andy, que empezaba a tener un ligero estrabismo del ojo izquierdo. Y llevarlo al otorrinolaringólogo, por sus otitis a repetición. Sabía bastante de psicología para adivinar que los dos males no eran casuales. Había algo en su vida que el niño no quería ver. Ni escuchar
El trato con Ernesto estaba contaminado de broncas. Ella había dejado todo para ser mamá y esposa, y él cada vez le prestaba menos atención. Siempre estaba agotado por el trabajo. Hacía poco le había dicho “Te estás volviendo una mujer aburrida”. Tal vez estuviera resentido de que él era el único que traía dinero a la casa, mientras ella hacía lo que se le antojaba. Porque eso era lo que él creía, que las cosas de la casa se hacían solas. Y se olvidaba de que él había sido el primero en decir “ Deja tu trabajo y quédate a cuidar al niño” .
La verdad es que ya no sabían cómo estar juntos. Ya no había alegría. Los sábados iba con unos amigos a jugar al fútbol, y luego al tenis. Se había hecho amigo de un tío que le estaba enseñando a navegar los domingos, porque él acariciaba el sueño de comprarse un barco. Ya se había inscripto en un curso de timonel, que se hacía todos los domingos a la tarde.
Ella estaba indignada de que él hubiera planeado pasar los fines de semana sin ella. “Me estás entrenando para viuda” , le decía ella. Y por dentro pensaba “o para divorciada”, sin coraje aún para decírselo .
Él decía que ella no comprendía que el necesitaba tiempo libre con sus amigos para tener la energía para seguir adelante sosteniendo a la familia. Y que ella no podía ser tan egoísta de negarle algo tan merecido como el sueño de pilotear su propio barco. A ella ese plan le parecía una suprema frivolidad, que mostraba la espantosa falta de un proyecto a futuro juntos, algo que les entusiasmara a ambos.
Él el decía burlón “Muy bien, decime vos qué te entusiasma”. Y, por más que lo pensara, ella llegaba siempre a la misma conclusión: su mayor ambición era estar bien con él. Pero si se lo decía , estaba segurísima de que él se burlaría con lo de siempre : “ Ya no sos una nena, no te pongas tan cursi y sentimental, la vida es otra cosa.” Entonces mintió diciéndole “Mi mayor proyecto es abrir una casa de té”. Y él igual se burló de ella . Porque últimamente se reía de cualquier cosa que ella dijera. Y le dijo, con sorna “Qué bien, vos haciendo tartas y masitas que se pudren y yo lavando platos….¿ Y el seguro? ¿Y los empleados? ¿Sabes todo lo que cuesta eso? ¿Es ese tu sueño? ¡Ese es el colmo de la esclavitud!.”

“Estamos mal con Ernesto”, confesó llorando sobre el almuerzo en casa de sus padres. Su madre puso tal mirada de susto, que ella misma después le dijo que no pasaba nada, que estaba sensible porque le tenía que venir la menstruación.
Su madre le dijo que Ernesto era un hombre honesto y trabajador y que realmente merecía una gratificación en la vida. Y que a los hombres les debes permitir que cumplan sus sueños locos, porque si no lo haces de primeras, se las rebuscan a escondidas y acaban poniéndote los cuernos con la secretaria.
Su padre le dijo al estilo de Ernesto “Ya déjate de tonterías. El tiempo lo cura todo”.
No entendían que ahora todo se complicaba. Ernesto quería comprarse el bendito barco.
Y ella sabía que para un matrimonio en crisis, que tu marido se compre un barco es lo más peligroso. Los tíos con barco son los más infieles. Solo es cuestión de escaparse con una invitada y esconderse con ella en la mitad del río.
En los clubes náuticos, los socios se cubren unos a otros. Su amiga Erica le había contado bastantes anécdotas al respecto. El barco es el lugar ideal para abordar a la mujer más reticente. Por más que se niegue a un momento de intimidad, en el barco ella no tiene adonde ir, no puede escapar y el dueño del barco tiene todo el tiempo a favor para seducirla, emborracharla y llevarla al colchón. Total, ella no puede escapar y él decide cuando regresa al puerto. Es una especie de secuestro legalizado, ya que toda mujer mayor no sube a un barco sin saber a lo que se expone.
A ella un pretendiente con barco una vez la tuvo toda la noche en medio del río, diciendo que el motor no arrancaba. Ella había vomitado tanto con el movimiento del barco, que a él se le fueron las ganas de insistir . Pero si no hubiera estado tan decompuesta, se las habría visto negras.
No podía dejar que Ernesto se comprara el un barco. Los planes de ella no eran estos. Sus planes eran de a dos. Pero el no la incluía en sus planes. El resentimiento contra él mezclado con la culpa por sentir resentimiento le estaban agriando el carácter.
Ella antes no era así. Antes de casarse era mujer jovial, feliz, con ganas de tener una familia y un compañero afectuoso . Ahora se sentía absolutamente ignorada.
Pasaba los días fraccionando las compras con tal de salir de casa y hablar con alguien. Había descubierto que si compraba todo en el súper de una sola vez, sólo llegaba a cambiar tres palabras con la cajera. Pero si compraba las cosas de a una, y en distintas tiendas, podía hablar con diez personas, y hasta tal vez intercambiar un comentario sobre el clima o hacer una broma sobre el tamaño de los duraznos, que parecían culitos de bebé jibarizados y apilados en forma de pirámide. Algunas vecinas la miraban horrorizadas , pero no le importaba : había hecho contacto con otra gente.
Llevaba al crío al pediatra más que ninguna otra mamá, con tal de conversar un poco con el médico. Ella misma se había hecho chequeos de todo tipo. Ir a extraerse sangre por la mañana para chequear triglicéridos y colesterol era lo mejor que le podía suceder un día lunes. Hacer fila en el banco para pagar la electricidad era una fiesta . Significaba otra salida, ver gente. Cualquier cosa con tal de no sentirse asfixiada por esas cuatro paredes del apartamento donde el trabajo no terminaba jamás. Siempre había algo que limpiar, barrer secar , mojar , colgar , planchar, guardar, más la atención del niño, que era muy exigente y no toleraba esperar un minuto por lo que quería sin gritar como un descosido.

De este modo, ella llegó a tener un par de importantes crisis depresivas. Ataques de llantos interminables y sin motivo aparente, que sólo calmaba fumando, pues se había dado cuenta de que es imposible fumar y llorar al mismo tiempo. Tal vez por eso tanta gente fuma, aún sabiendo que fumar mata
En el invierno tuvo una brutal bronquitis. El médico le dijo que la bronquitis se produce por bronca acumulada. “Haga boxeo, señora” le dijo, guiñándole un ojo. Nada más lejos de ella, que no se animaba ni a matar un mosquito. Ernesto le consiguió unas pastillas que le dio una amiga de él, que le calmaban el llanto pero la tenían embotada todo el día, y se dormía en el planchado, con lo cual acabó quemando dos camisas, lo que ocasionó una pelea descomunal en la casa.
Finalmente resolvió pedirle a Ernesto que le pagara a una mujer que la ayudara por horas, aunque fuera sólo con el planchado. El argumento para convencerlo fue que por fin él tendría alguien que supiera planchar camisas. Ernesto siempre se quejaba de que ella dejaba arrugas en las mangas.
Contando con unas horas en que alguien se quedara con Andy en casa, pudo salir por fin a caminar sola. Al principio solamente hico eso: salió a caminar. No tenía dinero para inscribirse en un gimnasio, y le parecía más ameno caminar por el vecindario que caminar en una cinta electrónica.
Hacer la compra sin Andy era extraño. Podía detenerse a comparar pecios sin que él se encaprichara con algo que había visto en una publicidad de televisión, y sin que se arrojara al piso en medio de un berrinche escandaloso para que ella le comprara una golosina. Tampoco tenía que cuidar que el chico no se tirara de cabeza desde el carrito, ni que volteara una pirámide de latas.


Ese día en el súper fue cuando lo vio por primera vez.
No era un tío que pasara desapercibido. Recordó haber pensado “Y después dicen que ya no hay hombres”. Él estaba justo detrás suyo en la cola del supermercado. La estaba mirando fijo con unos enormes ojos color turquesa. Ella se sintió molesta y desvió la mirada. Pero él seguía ahí, observándola como hacen los hombres que se saben apuestos, tipo “te miro a ver si me miras”.
Tendría unos cuarenta años, pelo negro y algunas canas en las patillas. Sus facciones eran las de un actor de cine. Mejor dicho, cualquier galán de cine quedaba mal junto a él. Lo tenía todo: una mandíbula fuerte, una nariz recta, pómulos altos, labios carnosos, buena piel, y el mentón partido con un hoyuelo. Debajo de su camisa se adivinaba un pecho velludo y unos brazos fuertes. Llevaba bermudas marrones y sandalias de cuero, era alto y bien formado, terriblemente atractivo. Nunca había visto a un tío así, ni en el súper, ni en el barrio, ni en la tele. Era demasiado perfecto. Tal vez no era de la zona. Si lo fuera, lo habría visto antes.
Ella se dio vuelta un par de veces, simulando que estaba mirando hacia atrás y comprobó que él la seguía mirando. A los ojos. Y él le sonrió.
Ella sintió que le subía calor a las mejillas, hasta que la cajera la miró, esperando que avanzara y quitara las cosas del carrito. Ella ya no se atrevió a mirar hacia atrás y salió de allí cuanto antes, harta de sentirse ruborizada. No sabía de nadie que hubiera conocido a su pareja en la cola de un supermercado.
Bueno, sí, Patricia había conocido a su novio en el súper. Pero no cuenta porque él era un músico un poco loco que le había hecho una broma acerca de la sandía que ella llevaba en el carrito, y después ella supo que a él le había encantado ver que ella iba a hacer las compras con bikini y un vestido de colorinches que acababa de traer de Brasil. En el centro las mujeres no salen a hacer las compras vestidas de playa. Digamos que históricamente, nadie conoce a nadie en el súper. Así que no tenía que pensar más en eso. De todos modos, volvió a su casa aturdida, sin saber por qué le había trastornado tanto ese encuentro. Después de todo, él era un desconocido muy guapo, nada más. Pero caramba, demasiado guapo. Y la miraba. Eso quería decir que ella todavía lograba llamar la atención de un hombre guapo.
Logró olvidar el incidente hasta tres días después, cuando al entrar al banco a pagar unas cuentas, se lo encontró abriendo la puerta y clavándole nuevamente esos ojos increíbles que le recordaban a un intenso amor de la juventud, fallido porque el creía que ella gustaba de otro y ella pensaba que alguien tan guapo no iba a meterse con una morenitan de aspecto simple como era ella .
Ella se quedó en el cajero automático, mirándolo alejarse con largos trancos tranquilos. Le sorprendió que la gente no lo mirara. Era demasiado llamativo. Tal vez ni hablaba español.

La tercera vez lo reconoció de espaldas caminando por el centro comercial. Siempre en bermudas marrones, siempre en sandalias, en un estilo muy de entrecasa. Sin dudas, vivía por la zona. Lo siguió unas diez cuadras hasta que lo vio subirse ágilmente a un autobús. Ella siguió caminando como una zombie, tratando de imaginar qué haría si él le llegaba a hablarle en algún momento. Los hombres muy guapos siempre la habían fascinado e intimidado al mismo tiempo. Se enamoraba locamente de ellos, pero le hacía mucho mal. Se ponía vulnerable.
Cuando era soltera, un muchacho muy guapo la había seguido en su coche y le había ofrecido alcanzarla hasta su casa. Ella lo vio tan atractivo que sintió que no lo podía perder. Se arriesgó y subió al coche. Y una vez adentro, sintió miedo. Miedo de que él supiera donde vivía, miedo de conocerlo, de enamorarse , de que la cosa no siguiera , de quedarse con el corazón hecho pedazos cuando él la abandonara. Porque un hombre muy hermoso te abandona fácilmente. Siempre tiene quien te reemplace. Entonces ella le dijo “Dejame en la estación, que tomo el tren, porque que vivo muy lejos”. El le pidió el teléfono y ella salió corriendo del coche. El tenia brazos muy fuertes, si quería podía violarla.
Qué cobarde había sido. Años después, una compañera de trabajo la invitó a su despedida de soltera. Una reunión de amigos y amigas. Y ese hombre hermoso y fornido le abrió la puerta. Era el novio, un rugbier. Y por supuesto, no dio muestras de recordar para nada el día en que quiso llevarla a la casa. Ni ella se lo hizo recordar. Su amiga se casó con él, fue muy feliz, y tuvo tres hijos preciosos, rubios como él . “Que podrían ser míos” , pensó ella. Así es como se forman las parejas en este mundo El que se anima se junta con el que menos le teme. La gente se une menos por amor que por haber vencido el temor.
Pensando esto, llegó a orillas del río. Pensó que tomar aire y ver el horizonte le haría bien. Pero el color marrón liso de sus aguas la deprimió más aún.
Había unos veleros en el horizonte, atrapados en la corriente como el barco de Truman en la película The Truman Show, chocándose contra un cielo de utilería. El río parecía de cartón pintado, también de utilería. “Vivo en una ciudad construida sobre un barranco a espaldas de un río sin horizonte ni esperanzas. Es un charco de agua barrosa donde no se ve ninguna salida, tan plana y monótona, que no dan ganas de explorarlo. Cómo va a avanzar un país que tiene su capital junto a un río donde los barcos giran en círculos hacia ningún lugar. Si Ernesto se compra el barco, va a convertirse en uno de estos idiotas que gastan combustible sin tener adónde ir”, pensó.
Quiso llorar, pero supo que le convenía volver a casa y atender a Andy. Si algo la mantenía fuerte y esperanzada era mostrarse alegre ante su hijito. El no debía verla mal.


A la noche tuvo un sueño erótico con el hombre de ojos color turquesa. El le quitaba la ropa con los dientes y le besaba los pechos. Justo cuando él iba a penetrarla, ella se despertó, decepcionada y caliente, deseando ser abrazada y besada. Se acercó a Ernesto, lo acarició y el la apartó gruñendo, con un empujón que casi la hace caer de la cama.
A la mañana siguiente, antes de ir al súper, se peinó, se maquilló y se puso una remera rosa escotada con un pantalón lila que le quedaba demasiado justo, por las dudas de que se cruzara con el hombre del sueño. Pero no lo vio. Ni ese día, ni el siguiente, ni el siguiente. No lo vio durante días. Y eso le quitó el apetito de tal manera que bajó unos cuantos kilos. El pantalón lila le quedaba tan holgado que ya le entraba toda la ropa de soltera.
El sábado por la mañana, por fin, volvió a verlo. El estaba trotando en el parque. Lo reconoció por el cuerpo, no por los ojos, porque él llevaba gafas oscuras. Y se sintió feliz y acompañada. Quiso volver a soñarlo, sin éxito. Los sueños no son algo que se logre por encargo.

Cuatro días después lo vio saliendo de la panadería con una preciosa niñitas de rizos rubios de unos tres años, que él llevaba amorosamente tomada de la mano. El la miró a los ojos, fulminándola con tanto color azul turquesa. Haciéndose la distraída, los siguió unas cuadras hasta que los vio entrar a la verdulería. Quiso escuchar lo que hablaban. Pero la niñita hablaba en media lengua y los ruidos del tránsito tapaban su vocecita. Tuvo miedo de que él la viera, giró sobre sus talones y se alejó. No pudo enterarse de si ella le decía o no “papá”. Pero nadie deja a una niñita de tres años de la mano de un hombre solo. Y se lo veía muy cuidadoso con ella para que fuera una sobrinita. Seguramente era la hija.
Una semana después, otro sábado a la mañana, lo vio en el parque. Esta vez patinaba en rollers, junto a una joven rubia de pelo lacio, de unos veinte años. “No es la esposa”, se dijo ella. La chica estaba coqueteando con él. Reía, echando su cabeza hacia atrás. Ningún marido sale a patinar con su esposa por el parque, ni la hace reír tan fuerte. Seguramente él era divorciado, con una hijita que veía cada tanto, determinó ella. Sintió una vaga decepción al ver que a él le gustaban las rubias de pelo lacio de veinte años. Eso significaba que ella no era su tipo. Pero si estaba coqueteando con la rubia, era porque estaba suelto y sin compromisos. Y eso le daba una vaga esperanza.

El jueves siguiente lo vio subir a un coche azul, de esos nuevos, japoneses. Memorizó la patente y lo observó hasta perderlo de vista en el tráfico. Y el viernes siguiente encontró el coche estacionado frente a uno de los edificios torre nuevos acabados hacía un año, frente a la estación. Uno de los balcones tenía el cartel de “Vende”. Apuntó el teléfono.
Al llegar a casa preguntó por el psio en venta. Eran pisos enormes, de cinco ambientes con baño en suite con jacuzzi, cocina con breakfast y comedor diario, y terraza con vista al rio. Y costaba una barbaridad, más que una casa con parque.
El martes, ella justo pasó a tiempo para verlo entrar el coche al garage, semioculto por el portón automático que se cerraba detrás de él.

Esa noche soñó que entraba al departamento. Tenía una cita con él, que la había invitado. Tomaba un modernísimo ascensor transparente, y bajaba en su piso . El la estaba esperando con una botella de champagne y dos copas en la mano Estaba muy sexy, envuelto en una bata de satén gris claro, debajo de la cual tenía sus eternas bermudas marrones. “Al fin estás aquí. Hace meses que te espero.”, le decía él. Tomaba las dos copas, y clavándole su mirada cobalto, la invitaba a seguirlo a una cama enorme, de pared a pared, con un cubrecama color rojo sangre. Ella veía fotos de la niñita de rizos por todos lados, y sobre la cama había ositos y elefantes de peluche. Y pese a que tenía unas ganas terribles de follar con él, de que él la besara como en el sueño anterior, de sentir su aliento en su boca, ella sentía que ese no era el momento ni el lugar. No sabía nada de la esposa, ni de quien era él. Y también sabía que no tendría sexo sobre ositos de peluche, ni en una casa de familia. Si él era tan tramposo como para engañar a la esposa con una vecina aprovechando su ausencia, así como la había invitado a ella, seguro también invitaba a la rubia de pelo lacio de los rollers. Y entonces se dio cuenta de por qué le daban miedo los hombres muy guapos.
Porque la hacían sentirse muy celosa.
“No quiero este tipo de relación. Quiero ser tu novia en serio, la única, no sólo alguien de paso”, le decía ella en el sueño. Y el le respondía: “Nadie es imprescindible. Todo el mundo se acostumbra a tu ausencia”.


Al día siguiente no lo vio. Esa noche Ernesto llegó tardísimo, pidiendo comida caliente. Ella le dijo que no estaba dispuesta a estar recalentando un plato durante tres horas sin saber a qué hora llegaría. Y que en verdad, ya ni tenía ganas de que él llegara.
Discutieron amargamente, y ella se fue a dormir al sofá del living.
A la mañana, apenas llegó la empleada, ella salió a caminar para sacarse la bronca. Quien no puede hacer otra cosa en la vida, la menos puede caminar. Y encima hace bien, pensó.
Al doblar la esquina, vio al vecino entrando al correo. “Qué diablos”, se dijo ella, y entró detrás de él. Hizo la cola, y se quedó mirando sus espaldas, conteniendo el impulso de abrazarlo. Su espalda era el doble de ancha que la de Ernesto. Era mucho más alto que su marido. Sus brazos eran pura fibra. Y cuando saludó a la empleada con un breve “buen día”, su voz terriblemente varonil y sexy la hizo sonrojarse y salir de la fila, a la calle.

Esa noche pensó en decirle a Ernesto que quería divorciarse. Que no tenían nada en común más que Andy, y que ella se estaba volviendo loca de estar siempre sola, sin dinero, ni marido. Pero no se lo dijo. Porque pensó que si se separaban, tendrían que vender el apartamento y repartirse el dinero, mitad para cada uno Y ella primero necesitaba saber qué podría comprar con la mitad del valor de un departamento antiguo y con problemas de cañería, como el suyo.
Tanto averiguó acerca de departamentos y casas en la zona, que se convirtió en experta en bienes inmuebles. Supo que más vale la ubicación de la propiedad que la calidad de la construcción. Que una casa frente a la estación vale menos que la que está a media cuadra y a la que no le llegan los ruidos del tren. Que la vereda norte tiene el sol de tarde en el fondo y las de la vereda sur tienen sol de mañana. Que más vale el sol de tarde porque dura más que el de la mañana. Que los duplex no son aconsejables, porque están hechos a las apuradas y las paredes son tan finas que se escucha todo lo que diga el vecino Que los PH no te permiten hacer modificaciones y reformas. Que en un departamento hay que evaluar el estado del edificio en relación al valor de la comunidad, para saber si vale la pena pagarlas. Que en una casa todo es reparable menos la humedad de cimientos, contra la que es casi imposible luchar. Que la gente quiere jardín, pero después lo convierte en patio, porque da menos trabajo. Que una vista abierta al río marrón aumenta un veinte por ciento el precio de un piso. Que los pisos altos son más caros que los más bajos, porque la gente quiere mirar todo desde arriba, miniaturizado, tal vez para creer que pueden tener control sobre las cosas. Y también descubrió que la zona estaba llena de inmobiliarias desastrosas que no se molestan en conseguirle casa a los clientes pequeños, porque prefieren priorizar los negocios grandes.
En pocas semanas había visitado docenas de propiedades. Entraba a las inmobiliarias preguntando “qué tienen de nuevo porque ya lo vi todo”.
Le comentó esto a la propietaria de una inmobiliaria nueva, que le dijo “Usted ya está muy al tanto de todo….¿ No querría trabajar con nosotros, ya que conoce el mercado?”. Y ella sonrió como hacía tiempo no sonreía.

Andy lloraba cuando la veía ponerse los tacones altos, porque ya sabía que mamá salía a trabajar. Y ella empezó a pensar “Que llore y aprenda de una vez que la vida no es como uno quiere”. Luego de un par de meses en la inmobiliaria, notó que su hijo estaba mucho más dócil y tranquilo. “Tener una madre deprimida al lado le estaba haciendo mal”, notó..Su propia jefa la convenció de que no vendiera su casa ni planteara el divorcio sin hablar antes con un abogado, ya que ella por ley le correspondía quedarse en su casa hasta la mayoría de edad de Andy. Pero ella ni se detuvo a pensar en eso. Su relación con Ernesto había pasado a segundo plano. Concentró su atención en llamar a los clientes, concretar citas y sugerir a los dueños de casa que abran las ventanas y repasen los pisos antes de que ella les lleve a los interesados. “Una propiedad entra por los ojos” les decía. “Lo que vale es la primera impresión, y la gente se enamora por lo primero que ve. Y no pueden ver mugre”.
En algunos casos, pidió permiso para hacer ella misma algunos cambios de ubicación de muebles. Si era necesario, ella misma llevaba cortinas nuevas, plantas, flores frescas, desodorante de ambientes y lámparas estratégicamente colocadas para mejorar el aspecto de una casa en la que se precisaban más que buena imaginación para valorizar la propiedad. Le empezó a ir muy bien, porque además de ser creativa, era muy buena consiguiendo las casas adecuadas para cada cliente y clientes adecuados para cada casa.
Ernesto se quejaba de tener que pagar a la asistentaun horario más amplio, y de que Andy estuviera tantas horas solo. Pero ella disfrutaba su trabajo tanto como en la otra época, la de la oficina. Y empezó a tener su propio dinero.

Un jueves a la mañana sucedió lo que menos esperaba.
El hombre de los ojos color turquesa entró a la inmobiliaria, y se sentó frente a su escritorio. Ella se quedo mirándolo, incrédula, con vergüenza de que se le notara que había soñado con él al borde de una cama de acolchado rojo. Y él, llenando con su mirada todo de color turquesa, le dijo que quería vender su piso. A ella el corazón le latía tan fuerte que temía que se escuchara. Y le temblaban tanto las manos que temió que él pensara que estaba enferma. Por eso le costó horrores preguntarle por la ubicación del piso a vender, que tan bien conocía. Y prometió ir a tasarlo el sábado por la mañana, calculando que así tendría tiempo de ir a la peluquería, hacerse reflejos rubios y estar impecable.
“Tiene que ser temprano, porque los sábados a la mañana salgo a correr”, dijo él. Y ella tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le escapara decir “Ya lo sé “.

El viernes a la noche anterior no pudo dormir de la excitación, pensando en que iría a pisar territorio del hombre más atractivo del mundo. Guido se llamaba. Hasta el nombre era hermoso. Se vistió de manera cuidadosamente sexy pero profesional al mismo tiempo (un escote profundo y un chaleco sobre los hombros), se maquilló con esmero y se hizo brushing en el pelo que ayer se había teñido del tono más rubio posible, sin caer en el amarillo vulgar.
Caminó a paso rápido hasta el edificio de él. Cuando tocó el timbre, el corazón se le escapaba del pecho. El bajó con una camiseta blanca deportiva y un short en vez de bermudas, que mostraban unos portentosos muslos de deportista. Abrió la puerta de elegante acero y cristal, y le dio una mano grande y cálida. “Podía ser menos respetuoso y haberme dado un beso” , pensó ella, decepcionada. Estrechó su mano por menos tiempo del que hubiera querido y entró con él en el ascensor, donde él comentó algo sobre la edificación. Ella estaba tan pasmada de verlo tan cerca, que sólo miraba cómo movía la boca, sin comprender las palabras. “Caray, hasta los dientes y la boca son perfectos” , pensó ella.
Cuando entraron a la sala, ella se sorprendió al ver que sus dimensiones eran tal como la había soñado. Era un piso moderno y sobrio, decorado con buen gusto y detalles caros. Se veía que no faltaba dinero allí, aunque sí faltaba una mano femenina. Era un piso de soltero, sin color, con retratos de la niñita de rizos por todos lados. Le enseñó una habitación llena de peluches desparramados. La cama de la niña era un simple colchón en el suelo. A la habitación principal casi no la pudo ver , porque él le dijo que estaba demasiado desordenada. Pero por la puerta entreabierta espió la esquina de la cama, con un acolchado rojo, como el del sueño. Súbitamente, sin saber por qué, ella sintió una terrible congoja, como una pena ajena a ella, pero inevitable. No podía atar cabos de cómo un hombre que vive dando vueltas por el vecindario a cualquier hora tenía el dinero para vivir en semejante piso, tan moderno y despojado. Además, parecía que estuviera de paso por allí, como viviendo en un sitio prestado. Ella no se animaba a preguntarle en qué trabajaba. Tal vez cobraba alguna renta que le permitía vivir in trabajar. Un hombre tan guapo, solo con una niña chiquita.
- Ven que te muestro la terraza – dijo él. Salieron y ella vio el sol brillando sobre el río. Que increíble, estaban como a treinta cuadras de la costa y el río parecía estar ahí nomás.
- Hermosa vista.- dijo ella, pensando que en efecto, la altura empequeñece las cosas. Podía ver su propia casa desde allí. Un edificio chato, gris y sin gracia..
- Si, siempre adoré el río. Tenía un barco, y salía siempre a navegar - dijo él.
- ¿Ya no lo tenés? - preguntó ella, pensando si era una pregunta correcta para hacer a un cliente .
- No. Lo vendí. Vamos .- dijo él, súbitamente, invitándola a entrar y cerrando las cortinas.
Él le dijo que tenía que salir a correr ya , que lo disculpara, que él la acompañaba abajo. Ella le dejó una tarjeta, diciéndole:
- Te voy a pasar  el precio aproximado en la semana.- y muerta de vergüenza, jugándose el todo por el todo, agregó - Aunque si lo necesitas antes, podés llamarme cuando quieras.
No lo podía creer cuando, él le guiñó un ojo diciéndole:
- Tal vez te llame.

Ella pasó tres días obsesionada con hacer el presupuesto de este hombre. Le pidió expresamente al martillero para que se lo hiciera lo más tentador posible, pero cuidando de no inflarlo tanto como para decepcionarlo si finalmente había que vender el piso a menos. Y estaba tentada en decirle que le cobraría una comisión inferior, para hacerlo sentirse en deuda con ella y que se le ocurriera invitarla a cenar. Pero no se le ocurría ningún buen pretexto aparte de “me gustás mucho y hace meses que estoy loca por ti”.
En los últimos días se le había ocurrido que tal vez no era divorciado sino viudo.
Jugaba con esa idea, que la hacía feliz, porque sabía que los viudos no soportan estar solos, y se casan pronto aunque sea para darle una madre al hijito.
Lo que más se reprochaba era no haberle dado su teléfono particular . Muchos empleados de inmobiliarias lo hacen. Es que este hombre le había anonadado.
De todos modos, a esta oportunidad no la iba a perder. Si él le proponía algo, ella diría que si.Seguramente él captaría que ella estaba dispuesta a todo. Lo dejaría a Ernesto, y se iría con Andy a vivir con él. Andy estaría feliz de tener una hermanita postiza. Y hasta tal vez se curaría las otitis.
Pero él no la llamó.
Y tampoco atendió el teléfono cuando ella lo llamó para pasarle el presupuesto.
Todos los días esperaba cruzárselo en la calle Después de todo, ya se habían conocido personalmente, sabían sus nombres, y podrían iniciar una conversación. Aunque fuera sobre propiedades.
Las semanas pasaban, y no lo había vuelto a ver. Volvió a sentir su vida vacía. Se arreglaba y maquillaba esperando cruzárselo…y nada. La dueña de la inmobiliaria le dijo que no lo llamara: ponerse pesada es mal negocio. “Deja que el cliente que te ha buscado venga a ti. Tú debes ir a buscar a los que no te conocen.” , le dijo. Y ella pensó que debería adoptar a la frase como corolario de su vida.
Pasaba siempre por la puerta del edificio donde vivía el. Ni siquiera veía al coche azul.


Una mañana vio al encargado limpiando el vidrio de la puerta de entrada. No aguantó más y decidió preguntarle.
- Buenos días, soy empleada de la inmobiliaria de aquí a la vuelta y hace unas semanas vine a ver el piso ocho, porque el propietario quería ponerlo en venta . Pero nunca me llamó…¿sabe algo de él? – pregunto ella.
El hombre se dio vuelta y la miró de arriba a abajo.
- ¿ De qué inmobiliaria?
- Antúñez, la nueva, la de al lado de la tabaquería.

El hombre siguió limpiando el libro, como dudando si decir algo.
Amable, ella insistió:

- El dueño quería venderlo, y me pidió que lo tasara. Tengo que darle el presupuesto, pero nunca lo encuentro…¿Me podría decir si sabe algo de él?

El hombre hizo un largo silencio, como hacen las personas que se saben con poder , mientras le daba la espalda, siempre limpiando.
Tal vez esperaba que ella se fuera, pero ella siguió en el mismo lugar.
Finalmente, el decidió no desaprovechar la oportunidad de mostrar que sabía más que ella. La miró por sobre el hombro y mientras doblaba el trapo en cuatro, le dijo, como quien no quiere la cosa…
- Se fue
- ¿Cómo que se fue?
- Si. Vendió el departamento  y se mudó.
- ¿ Ya no vive acá?
- Ya no vive acá.
- ¿Compró otro departamento?
- No. Se fue del país.
- ¿De vacaciones?
- No. No creo que vuelva.
- ¿ Por qué no?
- Tiene una causa judicial complicada acá.
- ¿Una causa?
- Si , tuvo un accidente.
- ¿Qué pasó?
- Falleció la señora.
- ¿ Hace mucho?
- Hace casi dos años . Me dio una pena…Era una señora muy amable, muy bonita. Familia de dinero.
- ¿Que clase de accidente tuvo?
- No sé bien. En su momento, se dijo que ella cayó del barco, cuando fueron a navegar.

El hizo una pausa casi teatral, disfrutando del suspenso.

- Pero ahora parece que saltó que la historia fue bien distinta. Y el hombre está sospechado de homicidio con vínculos.

Ella lo miró helada, esperando que él se riera y le dijera que era una broma. No, seguramente ella había oído mal.

- ¿De qué está sospechado el hombre? – preguntó ella con voz temblorosa.

Y él, disfrutando la sorpresa de ella, respondió :

- De haber matado a la esposa, señora.- dijo el hombre.

Ella fijó la mirada en los rastros que el paño dejaba en el vidrio. Marcaban olas que se desvanecían al secarse casi al instante, sin dejar huellas del gesto circular. Hay trabajos ingratos. Quien sabrá jamás que un vidrio brilla porque alguien hizo ese gesto ondeado, como despidiendo con un pañuelo a alguien que ya se fue. El chirrido del paño en el vidrio parecía el trino de un pajarito furioso.

- Así que ya no creo que ese tío vuelva por aquí. Por suerte. Eran un tío extraño.

Aterrada, caminó hacia su casa como una autómata. Se excusó en el trabajo y se metió en la cama, a pensar.


Decidió que debía borrar toda esa historia de su cabeza y se dedicó por completo al trabajo.
Le aumentaron las comisiones de venta, y pudo modernizar su departamento y venderlo a muy buen precio. Pagó la operación del ojito de Andy, y después del divorcio, madre e hijo empezaron a hacer terapia. El tratamiento homeopático curó por completo las otitis de Andy.
Se compró una casa antigua, con un jardín enorme. Poco a poco la fue refaccionando con arquitectos amigos de su jefa, hasta convertirla en la casa que siempre soñó. Pintó una habitación de cada color, conservó las aberturas de época y se hizo una enorme cocina con comedor diario que dan a su jardín florido. En el fondo hizo un cuarto de juegos donde los amigos de Andy se quedan a dormir felices, porque en su casa sobraba espacio para jugar.
Ya no esperaba que las amigas la llamaran o la invitaran. Cada tanto hacía reuniones donde las amigas invitaban a otras amigas que decían “por fin alguien me invita, hace años que estoy sola como un perro, dedicándome sólo a mis hijos”. El problema ahora era lograr que en algún momento se fueran, porque todas querían quedarse charlando hasta el amanecer, y ella debía levantarse temprano para ir a trabajar.


Después del divorcio, salió con un par de amigos que le presentaron, sin suerte.
Resolvió que el amor no era para ella. “A mi edad, sólo se encuentran hombres como quien raspa el fondo del tarro de mermelada: secos, oscuros, rancios. Y todos con demasiados problemas”, pensaba ella. “Prefiero seguir sola por precaución. Está claro que yo sólo me fijo en los hombres calamitosos”, pensaba ella. Así que se sentía bien así. “Sola, pero bien”, como decían sus amigas. De hecho, seguía siendo una mujer atractiva e independiente. Hasta había un loco por el barrio que la seguía a todas partes en bicicleta. Un tío barbudo, de pelo largo y camisola ancha. A ella le causaba gracia ver que un hippie fornido la siguiera durante cuadras. “Llegó tarde a mi vida”, pensaba. “Ahora su estilo no va conmigo: soy empresaria”.
Su único sueño era juntar unos ahorros para mudarse con Andy a la montaña. Compraría una cabaña enorme junto a un lago azul turquesa, y pondría una casa de té para turistas. Aún le gustaba hacer tortas, tartas y brownies. Todo el mundo le decía que le salían perfectas. En verdad, ya no sabía si sus amigas venían las reuniones por ella o por sus tartas.
¿Cuál de las cabañas que veía en Internet tendría verdaderamente una terraza con vista al lago, como decía en la página web, y cuál no? Al llegar a casa vería en el mapa si las direcciones correspondían a casa cercanas al lago. Si no encontraba ninguna ahora, no importaba. Tenía tiempo. Todavía tenía que vender su casa.
Estaba pensando en eso cuando bajó del tren, con su trajecito y sus zapatos de tacones nuevos. Hoy le había tocado tasar un piso increíble en el centro. Si lo vendía, le aportaría una comisión record. Otro con vista al río marrón, piso veintiséis. La gente no se ve desde esa altura. Los ricos quieren comprar vistas a una ciudad que parezca inhabitada. Hacen bien, la gente siempre trae problemas” , pensó ella . “Qué ganas de ir al sur cuanto antes “, pensó al salir de la estación.
Al cruzar el paso a nivel, pegó un respingo. El hippie de gafas oscuras estaba montado en su bicicleta, esperándola en la esquina, justo del otro lado de la barrera. Se notaba que miraba fijo hacia ella, por más que tuviera esa gafas negras.
“Este tipo es un enfermo”, pensó. “¿No tiene nada mejor que hacer? “ .
Apuró el paso para llegar lo antes posible a su casa. Pero sintió que él la seguía. Empezó a correr todo lo que le permitieron los tacones, inventados para que las mujeres no corran.
Dio un mal paso, y el tacón se le trabó en una de las tantas baldosas rotas de la acera.
Ella trastabilló y cayó de costado, con todo el peso de su cuerpo sobre el tobillo. Hasta sintió un crac, como de madera partida. Tuvo que agarrarse fuerte el tobillo, y cerrar fuerte los ojos para no gritar del dolor. Era insoportable. Sabía que se había roto un hueso, por culpa de ese imbécil. “Soy una tonta, no debí asustarme, ahora me toca usar un yeso por meses”, pensó. Lo que más le indignaba era que nadie se paraba a ayudarla. La gente corría al andén para no perder el siguiente tren.
De pronto sintió que la bicicleta frenaba a sus espaldas. Alguien se detenía a su lado.
“ Es el loco de la bici, que ahora aprovecha y me roba el bolso” , pensó.
- ¿ Te ayudo?- dijo él
Ella negó con la cabeza, sin poder hablar por el dolor. Sintió que él se agachaba al lado, esperando. Finalmente, el dolor cedió un poco.
- Me arreglo sola. – dijo ella., sin mirarlo, para que él se fuera de una vez
- Déjame ayudarte.
Ella lo miró, intrigada. El se levantó las gafas oscuras. Entre la pelambre y la espesa barba estaban los ojos turquesas de Guido.
- No gracias. El daño está hecho- dijo ella, queriendo alejarse de él cuanto antes. Y se le escapó decir lo que pensaba- ¡Mierda, no podré trabajar por semanas!
El la sujetó del brazo con firmeza, más para no dejarla ir que para sostenerla. Y a él también se le escapó lo que pensaba:
- ¡Ey, calma!... Nadie es imprescindible.

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