jueves, 11 de septiembre de 2008

La suegra inmortal

Silvia se estaba secando las lágrimas con el pañuelo empapado de su marido, cuando escuchó un fuerte taconeo sobre el mosaico detrás de las espaldas de la gente. Por entre los huecos entre los sacos oscuros, vio entrar a Natalia. Otra vez esa cara tan vista en mil fotos viejas. Estaba flaca, bronceada y tenía el pelo largo, por debajo de la cintura. Llevaba un alegre vestido demasiado corto de gasa celeste con volados en el ruedo y zapatos de taco alto, también celestes, haciendo juego con la cartera. Un equipo más adecuado para casarse por civil que para asistir a un velorio. Pasó a su lado sin mirarla, y enfiló derecho al rincón donde estaba Walter charlando con Julieta, otra ex novia reaparecida demasiado temprano. A las tres de la tarde Julieta ya estaba allí, saludando muy efusivamente a su marido.
Silvia se mantuvo alerta para ver qué pasaba. Ya había estado demasiadas horas de pie con Walter en el hospital, en la casa de sepelios y en la cocina sirviendo café y vigilando la actitud de Julieta con su marido, como para seguir parada. No daba más, ni de cuerpo ni de alma. Así que resolvió desistir de estar recibiendo a todo el mundo parada al lado de Walter, y se sentó en un sillón de cuerina bordó, que la chupaba hacia adentro, y del que no sería fácil despegarse. Mejor. Total, a su marido le tenía sin cuidado que ya estuviera estuviera junto a él o no. Toda esa pantomima de acompañarlo era más para que se viera de afuera que buena esposa que era que porque fueran unidos.
Cuando Walter vio entrar a Natalia, sucedió lo que Silvia suponía: como si no hubieran pasado los años, la del vestido celeste y las piernas largas se le echó los brazos al cuello del marido de Silvia, quien, fiel a su estilo, no se resistió en lo más mínimo. Ambos se fundieron en un largo abrazo.
Julieta se quedó incómoda mirando fijo la lámpara de caireles del cielorraso.
Silvia se quedó observando la escena entre sus ojos nublados por las lágrimas, para ver cuanto duraría ese abrazo tan fuera de tiempo y lugar.
Esta noche sería dura y más le valía tomarse todo con filosofía.
Silvia ya había estado llorando de impotencia al ver que Julieta no dejaba de llevarse a Walter a un rincón para hablar en privado. Poco era lo que Silvia podía hacer para evitar semejante actitud en medio del velatorio de su suegra. Pero no había podido evitar que le saltaran lágrimas de bronca cuando vio que Julieta le acariciaba la mejilla y le acomodaba el pelo a Walter, con gestos más sensuales que consoladores. Pensar que él había jurado que con Julieta jamás había pasado nada de nada, que sólo era una amiga del pasado que llamaba seguido por temas laborales. Y ahora Silvia tenía que llorar en silencio. Nadie más percibía lo que estaba pasando. Y aunque lo vieran, ella no tenía compinches en esa familia. Sólo tuvo tiempo de tragar saliva y enjugarse más lágrimas saladas cuando vio que la recién llegada Natalia tomaba de la mano a Walter y con total descaro lo alejaba de Julieta y se lo llevaba a otro rincón de la sala, escondiéndose con él detrás de un enorme ramo de gladiolos repelentemente rojos que vaya a saber quién tuvo el mal gusto de comprar. Primero la Julieta invasora y ahora Natalia al ataque. ¿Cuando terminaría este desfile jurásico de dinosaurios extinguidos? Este sería el peor velorio de su vida. Un velorio no es algo grato, pero es el colmo cuando vienen unas brujas a arruinarlo.¿No hay respeto acá? ¿ Es lo que se estila ahora, y yo no me enteré? ¿Cómo se enteran las ex novias que la madre de tu marido murió?, pensaba Silvia, sin lograr entender nada.
Ella había visto alguna necrológica del padre de un ex novio, hacía un tiempo. Pero nunca se le hubiera ocurrido ir al velatorio del padre de alguien que no veía desde hacía años, y menos sabiendo que estaba casado. Esto sólo se entendía si el trato de Walter hacia ellas no haya cambiado nunca después del casamiento. ¿Ellas sabrían que él se había casado? Julieta claro que sí. Y Natalia seguramente que también. ¿Entonces por qué hacían esto, de llevárselo aparte, como si ella no existiera?
La tía Hilda se le sentó al lado diciéndole que menos mal que Teresa había sufrido poco, que fue todo tan rápido, y que es mejor dejar de llorar y pensar que Teresa ahora está mejor que ninguno de nosotros, allá en el cielo.
“Que cielo ni cielo, esta vieja debe estar en el mismo infierno”, pensó Silvia, sintiendo repentinas ganas de ser católica para creer que el Diablo. Uno no puede comportarse como su suegra e ir al cielo, sólo porque las maldades no se notaron porque fueron dirigidas en dosis homeopáticas hacia la única nuera que no le chupaba las medias. O sea, ella.
Su suegra nunca la quiso. Cuando ya hacía seis meses que estaba saliendo con Walter, él le dijo que no podía llevarla a casa de los padres porque su madre no la quería conocer, porque aún seguía encariñada con Susi , su ex novia, a la que querían como a una hija. Y que la madre le dijo “A mi no me traigas a nadie más a casa, porque me encariño”. Cuando él la llevó de prepo a un almuerzo en la casa paterna, su futura suegra no paró de hablar de todas las ex novias de Walter, como demostrándole que ella no les llegaba ni al tobillo a ninguna. A ella no le había importado, porque no le interesaba competir con nadie. Tampoco pensaba ganarse a su suegra haciéndole regalitos, siguiendo telenovelas cursis para tener tema de conversación o hablando maravillas de un hijo que no era ninguna maravilla, como harían las otras novias de Walter. Y tampoco pensaba alabar cada cosa que su suegra hiciera o dijera, que era lo que todos en esa familia hacían. Teresa tenía razón . Ella era distinta.
Tía Hilda seguía hablando de lo buena madre que había sido Teresa. Y Silvia vio entrar a una pelirroja de rulos inconfundibles, que se detuvo a besar a cada uno de los hermanos y cuñados y primos de Walter antes de llegar a abrazarlo a él. Era Vicky, la ex secretaria de Walter que había renunciado a la oficina para entrar a la facultad, según dijo aquella vez. Qué alivio había sido para Silvia saber que el nombre de Vicky no estaría más cada cuatro palabras en los labios de su marido. “Vicky me contó, Vicky me prestó un disco, Vicky trajo una torta, Vicky me recomendó un hotel…”. En ese entonces Silvia estaba embarazada de Agus. Aún recordaba esos meses como una pesadilla. Silvia sintió ganas de ir y romperle la cara a Vicky. ¿Como se atrevía a reaparecer ahora, encima saludando a toda la familia?
Trató de pensar en otra cosa. No lo logró. Intentó calmar su taquicardia pensando: “Okey, Natalia es atractiva y está muerta por Walter…Vicky sólo vino a ver a Walter y quisiera verme muerta a mi . Y Julieta no se le despega un segundo. Pero Walter se casó conmigo, no con ellas, y la esposa acá soy yo, así que ellas van muertas”, se dijo. No le sirvió para nada. Y encima se le erizaron los cabellos de la nuca al escuchar que él - que hacía unos minutos estaba lagrimeando-, ahora se reía de algo que le decía Vicky, mientras Natalia volvía diligente de la cocina y le ofrecía un vaso de agua que el aceptaba y bebía entero. Hacía diez minutos Silvia misma le había ofrecido agua a su marido y él le dijo que no quería nada, que tenía un nudo en la garganta. Una minifalda celeste y adiós nudo, qué bárbaro el poder de una mina. Con el pretexto de que había que hablar bajo, Julieta se le acercaba cada vez más. Y ahora había pegado su pecho al de él, y le hablaba mirándolo a los ojos. Vicky, rápida, se metió en el medio ofreciéndoles café.
Supo que si su suegra pudiera ver lo que estaba pasando ahí dentro, sería feliz.
Esa mujer había logrado el último de sus sueños: una sala de velatorio llena a tope, y toda la historia amorosa de su hijo volviendo del pasado en tropel para que su despreciada nuera se sintiera más despreciada aún. Tal vez estaba disfrutándolo todo mientras se hacía la dormida. La verdad es que no parecía.muerta . Se las había ingeniado para estar espléndida hasta el último segundo. Dos meses antes de la internación se había hecho un lifting pese a que el oncólogo se lo había desaconsejado. Ahora parecía la hermana mayor de su marido, no la madre. Tenía el pelo impecable, porque su última voluntad había sido que su sobrina le tiñera las canas y le hiciera un brushing que disimulara el efecto de la quimioterapia y le tapara las cicatrices de las costuras en la cara. Yacía ahí, en el centro de todo, rodeada por inmensos ramos de floreros, coronas, y jarrones circundándola como las columnas de un partenón florido a la Palas Atenea, la Madre Perfecta. El cadáver más lindo del barrio. “ Qué al pedo, Teresa, si la única que te mira soy yo, la peor de todas”, pensaba Silvia. Mudó sus ojos a los caireles de la anticuada lámpara del techo, temiendo que le leyeran la mirada. Pero nadie la miraba. Qué iban a mirarla a ella, la que obligó a Walter a casarse por quedar embarazada. Ella nunca quiso aclarar que quien no se había cuidado esa vez fue él , que luego le dijo que quería dejarla embarazada para asegurarse de que ella fuera fértil. Si no lo era, parece que pensaba repudiarla, como el Sha de Persia a su primera mujer. Pero en realidad él hizo eso para tener un pretexto para casarse. De otra manera, jamás se hubiera animado a hacerlo casarse. Y eso daba bronca en la familia.
Silvia siempre había sido La Otra, la que había casado al playboy que andaba de novia en novia, intentando encontrar en todas a su amor imposible, su propia mamá. Teresa misma le había contado que de chico Walter le decía “Mamita, cuando sea grande me voy a casar con vos”, cosa que ella pedía que repitiera a todo el mundo, para provocar unas risas que Walter no entendía, porque para él esa era la verdad. Tal vez fue justamente por venganza a una mami que no quería casarse con él, que él la había elegido a ella entre todas. Pero como ningún hijo puede ser tan desobediente, él se las había ingeniado para coquetear al mismo tiempo con cualquier otra. Como las que ahora entraban a darle el pésame con demasiada minifalda, demasiado brillo en los labios, y demasiadas risas..
Casarse con él no había solucionado los afanes seductores de Walter. Ella había pensado que la alianza en el dedo anular izquierdo espantaría a las merodeadoras. Fue en vano. Hay una raza de mujeres que se sienten más atraídas al hombre casado, porque como ya fue elegido por otra, sabe que tan malo no puede ser.
“No creo que me convenga casarme con un hombre así. El insiste, pero no creo que funcione”, le había comentado Silvia a su terapeuta cuando ya tenía fecha de casamiento fijada. Y la terapeuta, tan callada siempre, fue vehemente en su único comentario “No pienses eso. La calle está dura y él ya está decidido. Es un buen partido, no lo pierdas. Pensá en tu bebé. Tenerlo sola es demasiada carga”.
Teresa, esa mujer ahora con los dedos violáceos cruzados sobre el pecho inmóvil, le había advertido “Nunca esperes que él te demuestre cariño. Es igual al padre”.
Pobre Teresa, tampoco había tenido un buen matrimonio. Se había pasado la vida entera tratando de espantar a las mujeres que perseguían a su marido, el padre de Walter. De tal palo tal astilla. Años de llamadas anónimas, de viajes urgentes sin explicación, de desconocidas que llamaban preguntando por él, acababan ahora en una última coartada patética: el cáncer. Se buscó una enfermedad que le obligara a dedicar los últimos once años de su vida a estudios y tratamientos permanentes para que él permaneciera a su lado, llevándola de consultorio en consultorio. Y ahí yacía, entre rasos blancos, víctima de su propia trampa, mientras él servía café a las damas presentes, por fin solo y libre.
Es común que en las familias se repitan las historias. Pero Silvia, que no era de la familia, ¿por qué tenía que repetirla? Ella nunca se enfermaba. ¿Enfermarse? Qué locura. Si necesitaba toda su energía para estar alerta, desconectar el teléfono, hurgar bolsillos, revisar portafolios y husmear agendas. Cada sábado trataba de desalentarlo de ir al club para que él no se encontrara con Marita y pasara la tarde jugando al tenis con ella. Todos los domingos hacía todas las compras ella para que él no se encontrara con Jessi, la vecina que también es de Tauro, como él. Decenas de veces lo había pasado a buscar a la oficina sin avisar para demostrarle a la secretaria que ella era una esposa presente y alerta. Con esa actitud siempre vigilante había logrado espantarle a Rita (la compañera del gimnasio), Zulema ( la profesora de inglés ) , Ingrid ( la de los regalitos), Sofía ( la amiga del alma), Virginia ( la ex noviecita de la secundaria), y la ex mujer de Coco que le vino a llorar al hombro de él, no de ella, su terrible separación. Pero no había logrado sacarse de encima ni a Susi ni a Estela, y por lo visto tampoco a Natalia, Julieta ni Vicky. Lo más torturante era que ella estaba casi segura de que él jamás se había acostado con ninguna de ellas. De hecho, no era un hombre particularmente interesado en el sexo, sino sólo en seducir. Y eso es lo peor que le podía suceder a Silvia. Porque una mujer caliente con tu hombre, que siempre piensa que está al borde de la cama con él, es mucho más persistente en su juego que la que al fin tiene sexo con él y se lleva el chasco de descubrir que no era ni la mitad de lo que ella esperaba.
Aún con un puerperio horrible con episiotomía mal cosida y hemorroides de parto, con diez kilos de más por el embarazo y los pezones lacerados por la lactancia, ella había sido capaz de lidiar con esas mujeres de a una, y hasta de decirles “No llames más a Walter los fines de semana, que es el día que nos reservamos para estar en familia”. Una vez que Jessi se había autoinvitado a cenar, fue ella quien le dijo “Justo estamos saliendo”.Y era ella quien le tenia que decir a Rita que Walter no estaba en casa, para que los dejara en paz.
Walter nunca fue capaz de ponerlas en su lugar.
Pero esto de verlas de a las tres rodeando a Walter junto al cajón de su suegra , comentando anécdotas del pasado que ella desconocía y compitiendo delante de sus narices sobre quién le trae el café más rico y a quién él le acepta una masita, era demasiado.
¿Qué hacer? ¿Irse y dejar el campo libre, dejándolo solo en ese vodevil y que decidan ellas, o él, quién lo consuela mejor? ¿O quedarse para defender su lugar de legítima esposa y vigilar su territorio? En cualquier otro lugar las hubiera sacado a patadas, pero ahí era imposible. Toda la familia la acusaría de arruinar el velatorio con una escena de celos ante esas chicas tan amables que habían venido a saludarlo en la triste fecha .
Mientras Silvia meditaba esto sin poder detener el torrente de lágrimas de impotencia, percibió un revuelo general en la sala. Un grupo de parientes se abalanzó hacia la puerta para abrazar a la archiconocida melenita lacia que aparecía siempre abrazada a Walter en decenas de fotos familiares. La misma de la foto que su suegra conservaba en su mesa de luz. La misma de las fotos que ella, una noche de hartazgo, había roto una a una y mezclado con la basura, poniendo luego las bolsas en el canasto del vecino de enfrente, cosa de que Walter no descubriera que no quedaría una sola foto de Susi en la casa.
La famosa Susi, la novia eterna, había llegado en carne y hueso. Todos los parientes querían saludarla. Cuando Walter la vio, se abrazó llorando a ella, como no lo había hecho jamás con Silvia. Hasta las cuñadas que querían saludarla se hicieron a un lado, respetando ese reencuentro tan sentido.
Silvia sintió una rara alegría al ver que las otras tres buitres se habían quedado en el rincón. Julieta miraba el pocillo de café de Walter enfriándose en sus manos, mientras Natalia parecía súbitamente interesada en una miguita caída al suelo, que apartaba con la punta de su zapatito celeste. Vicky aprovechó el incómodo momento para sacar un cigarrillo de su cartera, que no encendió, para no tener que salir a fumar afuera y perder su puesto en el frente de batalla.
Lo que Silvia no había logrado, lo estaba haciendo la histórica Susi.: apartar a su marido de las rivales.
¿ Rivales? No, no lo eran.
En ese instante Silvia se dio cuenta de que Susi no era la mala de la película .
Ni Julieta, ni Vicky, ni Natalia eran pérfidas, ni unas solteronas desesperadas que le querían sacar el marido.
Todas esas chicas tan confundidas como ella no tenían la culpa de nada.
La culpa de todo la tenía Walter, por no poder poner las cosas en su lugar, , poner el pasado en tiempo pasado, pensar en Silvia como su nueva familia.
En realidad, ni siquiera Walter tenía la culpa.
La culpa era de ella, por haberse casado con un hombre que siempre la había hecho sentirse abandonada y dejada de lado, cuando la verdad es que nunca había habido una pareja real entre ellos dos. Porque la única pareja real había sido entre Walter y su mamá, que ahora estaba muerta. Y vaya que es imposible competir con una muerta.
Al darse cuenta de esto, Silvia se sintió sacudida por unos sollozos incontenibles. “Está bien, Teresa, me ganaste la partida”, pensó. Y pensó en Agus y en Camila, sus dos hijitos, que la estaban esperando. Y en cómo cambiaría todo a partir de ahora. Tal vez un día, cuando fueran grandes, comprenderían. Pero era algo tan difícil de explicar.
Al verla llorar tan desconsoladamente, la tía Hilda, se apartó asustada, El tío Bernardo la miró extrañado. Sus cuñadas la ignoraron, como siempre.
Sólo Irma, la esposa del tío Héctor, se le acercó, le puso una mano en el hombro, se sentó suavemente a su lado, y le dijo:
- Qué cosa, Silvia, no parás de llorar…¡Jamás imaginamos que querías tanto a tu suegra!

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