jueves, 11 de septiembre de 2008

El cuento de la buena pipa

El cuento de la buena pipa


Cuando yo era niña, le tenía terror a la oscuridad.
Me daba tanto miedo que no podía dormir sin que alguien me leyera un cuento.
Eso significaba que cuando estuviera en la cama, alguien viniera a hacerme compañía hasta que por fin me desmayara de sueño, inconsciente del miedo perpetuo que me acosaba.
La mayoría de las veces mamá estaba muy ocupada lavando los platos de la cena, entonces quien venía a dormirme era papá.
Yo creía que papá era bueno. Me traía caramelos y a veces me acariciaba la cabeza, como acariciaba a su perro. Cuando se lo pedía, levantaba las cosas más pesadas. Pero no sabía contarme cuentos a la hora de dormir.
No me gustaban los cuentos de papá. Siempre sentía que se burlaba de mí. Papá siempre me decía “¿Quieres que te cuente el cuento de la buena pipa?”. Yo le respondía que si. Y él me decía “Yo no te dije que si, te dije si quieres que te cuente el cuento de la buena pipa.” Yo le decía “Claro que si, papá, cuéntamelo”. Y él insistía “Yo no te dije, claro que si, papá, cuéntamelo. Te dije si quieres que te cuente el cuento de la buena pipa…”. El lloraba de la risa con mi impaciencia . Y yo acababa furiosa, hecha un bollo en la cama, tapada hasta las orejas con el cobertor. El creía que yo ya me había dormido, y se iba, satisfecho y feliz, por haber cumplido su misión de callarme y dormirme.
Papá llegaba a casa muy tarde. Era policía y tenía mucho que hacer todo el día. Era un hombre muy importante. Mamá me contó que se casó con un policía porque siempre le habían gustado los hombres con uniforme. Pero papá casi nunca llevaba uniforme. Usaba camisa y vaqueros, para que nadie se diera cuenta de que era policía, decía él.
En todos esos años yo creía que éramos felices. Ibamos mucho al cine. Demasiado. Sobre todo, con mamá y tía Silvina. Tal vez para evadirnos de la realidad, y jugar a ser otra gente, viviendo la vida de otros por un par de horas. O tal vez porque juntas en la oscuridad nos sentíamos a salvo, como quien juega a las escondidas o al cuarto oscuro, para que nadie te encuentre. Creo que de tanto ir al cine, comencé a perderle miedo a la oscuridad. Es que no se podía hacer mucho más que ir al cine. Si uno andaba por la calle, policías o soldados lo detenían para pedirle documentos y hacerle preguntas tontas. Cuando mamá les decía su apellido de casada pedían disculpas y nos dejaban ir. Porque papá era un hombre respetado. Los vecinos lo saludaban con sonrisas llenas de dientes.
Después vinieron las noches en que, aunque ya no le temía a la oscuridad, yo no podía dormir por los gritos de mamá. Papá venía muy nervioso del trabajo y se las tomaba con ella. Traía muchas cosas a casa que a mamá no le gustaban, porque no eran nuevas de verdad. Un día trajo un juego de platos, unas joyas, un televisor y hasta un telescopio. Mamá lloraba mientras yo intentaba dormir, y él decía “ahora esto es nuestro y basta”. Nunca nadie usó ese telescopio. Y eso que yo había soñado con tener uno para ver mejor las estrellas por la ventana de mi cuarto. Pero esa cosa ahí, en casa, no nos gustaba nada, ni a mamá ni a mí. No sabíamos de quién era. Se parecía demasiado a las armas que preparaba papá antes de salir.
A medida que yo crecía, papá empezó a hablar más. Yo igual no entendía nada de lo que decía. Todas eran palabras muy raras de esas que salían en los diarios y que decían por la tele. Si yo le preguntaba algo, él cada vez contestaba más raro y más burlón. Y yo me sentía con aún más preguntas sin respuesta. Como con el cuento de la buena pipa.
Una noche, mientras yo trataba de taparme las orejas con la almohada para no escuchar, papá y mamá discutieron muchísimo. Mamá le dijo que se iría de casa. Y él empezó a gritarle. Yo hacía fuerza para dormirme rápido. Pero no podía. Menos, al escuchar a mamá llorar así.
Al día siguiente escuché a mamá hablar con el abuelo. Le estaba pidiendo si ella y yo podíamos irnos a vivir con él. El abuelo le dijo que no, que ella debía cuidar a su esposo, que ya tenia su propia familia. Y creo que el abuelo le contó todo a papá, porque a la noche , papá vino hecho una furia. Le tiró tantas cosas por la cabeza a mamá, que yo la llamé a los gritos, fingiendo tener pesadillas, para salvarla, para que viniera conmigo y se alejara de papá. Ella entró a mi habitación . Estaba tan oscuro que por suerte no le vi bien la cara. Me dio un beso. La tenía empapada en lágrimas . Esa semana no le los ojos, porque no se sacó las gafas oscuras.
Al mes siguiente, mamá le pidió a tía Silvina si podíamos ir a vivir con ella. Ella dijo que sí. Mamá estaba contenta por primera vez en meses, y se puso a hacer un bolso con mi mejor ropa, porque me dijo que íbamos a estar más tranquilas y a vivir mejor. Pero no pudimos ir a lo de tía Silvina. Supimos que misma noche le entraron a la casa de Silvina a la fuerza y se la llevaron, junto con su nevera, su televisor, sus muebles y los cerámicos nuevos que iba a poner en el patio. Mamá lloró muchísimo, mientras papá seguía gritándole hasta que me dolieron tanto los oídos que tuve otitis.
Un día me di cuenta de que si yo lavaba rápido los platos después de la cena y dejaba todo listo antes de que llegara papá, mamá iba a tener tiempo de contarme un cuento antes de dormir. Yo ya no le temía a la oscuridad. Le temía a papá.
Lo que quería era que papá no le gritara más. Y papá no le gritaba cuando ella estaba conmigo. Papá en mi pieza no gritaba.
Esa noche, como premio por haber lavado todo, mamá vino a contarme un cuento antes de dormir. Pero no se le ocurría ningún cuento para contarme.
Con tal de que no saliera de la oscuridad de mi cuarto, le pedí que me contara el cuento de la buena pipa.
Y mamá me contó el cuento de una pipa muy antigua que era blanca como la nieve, que un abuelito muy bueno se llevó a una plaza, para fumarla tranquilo ahí. Pero como era primavera, el día estaba lindo y había muchas flores en la plaza, pensó que sería una pena tapar su perfume con el humo del tabaco. Entonces guardó la pipa en el bolsillo de su pantalón y se puso a juntar flores para su nietita, que ese día estaba triste. Yo pensaba que la nena estaba triste porque extrañaba a su tía, pero si se lo decía a mamá se pondría triste ella, entonces no se lo dije.
Mientras el abuelo juntaba flores, la pipa se le cayó del bolsillo, y quedó en el pasto. El abuelo la buscó por toda la plaza, pero no la pudo hallar.
Unos bichitos que pasaron por un camino de hormigas la vieron, se detuvieron a observarla y se quedaron pensado para qué serviría. Se metieron adentro para verla mejor, justo cuando empezó a llover. Llovió tanto que la pipa flotó y les sirvió de barquito para navegar dentro de ella en el camino de hormigas, que se convirtió en un arroyito. La pipa los llevó navegando hasta que paró de llover, y se frenó debajo de un árbol muy alto. Los bichitos bajaron de la pipa y llamaron a unos amigos para que vean a ese barco fantástico que les había salvado la vida. Tanto miraron la pipa de arriba abajo, que la dieron vuelta. Justo había una escarabaja buscando hogar para sus hijitos y entonces la pipa fue su refugio. Allí fueron muy felices, porque los escarabajitos usaban el mango como tobogán. Cuando los hijitos estuvieron grandes, salieron de la pipa. Unos niños que se estaban peleando en la plaza la encontraron, y quedaron tan encantados que dejaron de pelear. Uno trajo un poco de agua con detergente y se pusieron hacer burbujas que brillaban al sol. Otros chicos que caminaban por la plaza se acercaron para verlas y atraparlas. Se divirtieron tanto que todos se hicieron amigos. Una nena tuvo la idea de llenarla de tierra y ponerle una semillita a ver si crecía. Dejaron la pipa en el hueco de un árbol. La semillita brotó, y salió una flor.
Un chico y una chica que caminaban juntos se sorprendieron tanto al verla que creyeron que era un señal, y el chico la besó a la chica y le pregunto si quería ser su novia y ella dijo que sí. Él le dio a ella la flor de la pipa. Y la pipa quedó vacía. No por mucho tiempo, porque vino un colibrí y puso tres huevitos en el hueco de la pipa, que fue su nido. Al tiempo nacieron tres colibríes que descubrió una señora que se sentía muy sola, y eso le alegró el día porque pensó “qué lindo, nunca vi colibríes bebés, le voy a contar a mi nieto”. Cuando los colibríes crecieron, salieron volando justo frente a una nenita que lloraba porque su abuelo estaba triste. Entonces quiso saber de dónde habían salido esos colibríes que le rozaron el cabello al pasar . Y encontró en el árbol la pipa blanca de su abuelo. Saltó de contenta y volvió corriendo a su casa a llevarle la pipa. El viejito, cuando la vio, no podía más de la alegría “¡Es mi pipa!”, gritó. Estaba tan contento que llevó a la nietita a tomar un helado. Y, aunque quería mucho a su buena pipa, jamás supo cuán buena era.
Ese es el cuento de la buena pipa que me contaba todas las noches mi mamá, para olvidarnos del miedo por un rato, sabiendo que las buenas pipas existen de verdad.
Sólo cuando papá murió, me fui de casa. Mamá ya no me necesitaba para protegerla.
Cuando me preguntan por qué cambié mi apellido paterno por el de mi mamá, es porque al fin entendí todas las palabras raras que él había dicho cuando era niña. Y porque me engañó durante años, haciéndome creer que él era bueno porque no gritaba en mi habitación , y que todo estaba bien, y yo no te dije que todo estaba bien, sólo te dije si quieres que te cuente el cuento de la buena pipa.

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